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Columna
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Mil cien años

Javier Marías

ME LLEGA un librito meritorio. Interesará a tan poca gente –pese a su interés– que vale la pena dar noticia de él. Se trata de El saco de Tesalónica, del clérigo bizantino (“cubuclisio”) Juan Cameniata o Kaminiates, quien vivió el ataque sufrido por su próspera ciudad a manos de los agarenos o sarracenos en el año 904, recién iniciado el siglo X. No es una obra única en ningún aspecto, ni siquiera en lo referente al lugar devastado, más conocido hoy como Salónica: hay relatos de su toma por parte de los normandos en 1185 y de la invasión de los otomanos en 1430, a las órdenes del sultán Murad II. Las ciudades sitiadas, su conquista, su quema y las matanzas habidas en ellas, son una constante de nuestra historia, y sin duda uno de los puntos fuertes de series ficticias, vagamente medievales, como Juego de tronos. Y es sabido que Tolkien se inspiró en la caída de Constantinopla de 1453, que tan maravillosamente narró Sir Steven Runciman, para las más emotivas batallas de El Señor de los Anillos. Los asedios siempre funcionan narrativamente, y siempre producen la fascinación del espanto.

Lo que sí se ve pronto es que la ciudad ufana estaba mal preparada para el combate.

La breve obra de Cameniata (Alianza, cuidada edición de Juan Merino Castrillo) tampoco resiste la comparación estilística con textos muy posteriores como La caída del Imperio Bizantino del extraordinario cronista Jorge Frantzés o Sfrantzes (lean, lean a Frantzés los que puedan; ay, no en español si no me equivoco, pero sí en otras lenguas a las que se lo ha traducido). Pero, como señalan los editores, no deja de causar perplejidad pensar que lo contado en ella sigue ocurriendo en torno al Egeo y el Mediterráneo, casi igual que hace mil cien años, con las capturas y carnicerías del Daesh o de Boko Haram más al sur, con la esclavitud reinstaurada (si es que alguna vez se fue), con las masas de refugiados a la deriva, manipulados y engañados por mafias. Cameniata, todavía cautivo en Tarso de Cilicia (hoy Turquía), relata los hechos en forma de misiva, confiado en que ésta ayude a un intercambio de prisioneros o a un rescate. Como clérigo, no puede evitar ser pelmazo al principio, achacando la desgracia que aguardaba a los tesalonicenses a la “vida disipada” y a los numerosos pecados en que habían incurrido. Lo que sí se ve pronto es que la ciudad ufana estaba mal preparada para el combate, y que además, como sucede a menudo en estos casos, la inferioridad bélica se conjugó con la mala suerte, casi de forma cómica.

El principal encargado de la defensa, el estratego o “protospatario” León Quitzilaces, “estando a lomos de su caballo, se encontró a Nicetas … cuando decidió darle un abrazo … y descuidó las riendas. Se asustaron los caballos y más aquel que montaba el estratego, afectado por un entusiasmo natural, e irguiendo la cerviz y con las crines encrespadas, se encabritó y lo tiró de la silla. Éste cayó de cabeza … y, arrojado al suelo, se rompió el fémur derecho y el hueso del cotilo. Daba lástima y renunciaba a vivir”.

Cameniata, su familia y bastantes más lograron salvar la vida prometiendo la entrega de riquezas escondida.

Poco después los sarracenos, al mando de otro León –León de Trípoli–, renegado cristiano y sanguinario, vencieron las murallas desde sus barcos e iniciaron la terrible matanza. Es curiosa la cantidad de veces en que Cameniata señala la estupefacción y la parálisis de los tesalonicenses, con el enemigo ya encima, como causa o agravante de su absoluta derrota. “No sabían de qué manera ponerse a salvo … Toda la gente completamente agitada y confusa, desconcertada sin saber qué hacer ni cuándo y poniendo en peligro su vida. Ninguno se preocupaba de cómo repeler el destino inminente, sino que daba vueltas en su mente a cómo o con cuánto dolor encontraría la muerte”. O bien: “Podía verse a los hombres como naves a la deriva arrastradas de aquí para allá, … hombres, mujeres y niños precipitándose y amontonándose unos sobre otros, dándose el abrazo más lamentable, el postrero”.

Cameniata, su familia y bastantes más lograron salvar la vida prometiendo la entrega de riquezas escondidas. Fueron embarcados tras diez días de saqueo. Hacinados para la larga travesía, Cameniata no ahorra detalles infrecuentes en las narraciones: “Lo peor de todo eran las necesidades de vientre, a las que no había forma de dar salida según apremiaba la necesidad física de evacuar. Muchos, dando prioridad al pudor del asunto, constantemente corrían peligro de morir al no poder aguantar el apremio”. O bien: “Aquella agua, siendo un flujo de las letrinas de la ciudad, era capaz de matar sin necesidad de ningún otro medio a los que la bebían. Pero como poción pura y placentera de nieve recientemente derretida, así llevaba cada uno a su boca aquella podredumbre y aceptaba en su imaginación que el fétido cáliz estaba lleno de miel”.

El ansiado intercambio de prisioneros se inició catorce meses después del saco de Tesalónica, pero se interrumpió a los tres días. No se sabe por qué, ni cuál fue el destino de Cameniata, si se contó entre los afortunados o si ya fue esclavo hasta el final de su vida. Cuánta gente no habrá hoy en Irak, en Siria, en Nigeria, preguntándose lo mismo, cada amanecer, con desaliento

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