Aunque la jaula sea de oro
ESTA TAZA de oro de 18 quilates, signifique lo que signifique quilates, se expuso en uno de los servicios de la quinta planta del Guggenheim de Nueva York. Ya ven ustedes las estrecheces del lugar, la esquina incómoda en la que destaca más que una tarántula en un plato de nata (cortesía de Raymond Chandler), el suelo de granito común, el portarrollos de papel higiénico grosero. Creía uno que el Guggenheim de Nueva York disponía de mejores instalaciones para sus visitantes. La particularidad es que el objeto, obra del artista Maurizio Cattelan, no solo se podía tocar, sino que te podías cagar en él. Literalmente, se entiende. Y había cola, pese a la frialdad de sus bordes. Le venían a uno a la memoria los retretes japoneses, por el interior de cuyas tapaderas orgánicas, muy capilarizadas, discurre un torrente de agua tibia que los muslos agradecen
El oro y la mierda siempre han guardado una relación muy estrecha (véase Freud), hasta el punto de que en ocasiones se confunden. Recuerden ustedes, si tienen hijos, el alborozo con el que los pequeños muestran a los papás sus primeras defecaciones conscientes y la alegría con la que estos las reciben. Recuerden también cómo Jacobo Gordon, uno de los protagonistas de la Gürtel, se iba al váter a contar la pasta del soborno. Lo que estaba por ver era que se fabricara un retrete con la misma materia que estaba destinado a recibir. Viene a ser como fabricar una cuchara de harina o un cuchillo de carne de ternera. Ahí es donde debe de residir el arte de la pieza. Ahora bien, aunque la jaula sea de oro no deja de ser prisión.
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