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Columna
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El estupor cultural

Manuel Rivas

LA POLÍTICA en España está sobrevalorada. Para desastre, desastre, el cultural.

Una amiga librera, Begoña, me cuenta que tomó plena conciencia de lo que significa “estupor” al intentar describir la expresión de una persona que entre­abrió la puerta, asomó la cabeza y por un instante su cara quedó atrapada entre grandes signos de interrogación y exclamación. Balbuceó una disculpa que no llegó a cuajar, tiró de la puerta y Begoña vio por la cristalera que se escabullía hacia la calle como quien se libera de un cepo. Era el rostro de una persona que iba a entrar en el lugar equivocado. Pero para alcanzar el estupor era necesaria otra condición: el lugar equivocado era una librería.

Cada vez que se dan a conocer los datos del barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) sobre los hábitos culturales en España, la gente que intenta explicarlos parece también sumida en un estado de estupor. Atrapada entre signos de interrogación y exclamación, a la manera gráfica en que se expresa la estupefacción en las viñetas de cómic. La última entrega del CIS podría figurar como apéndice cultural del Apocalipsis. Más del 36% de los españoles declaran que no leen nunca un libro. De cada 10 personas, 7 no han entrado en una biblioteca ni por equivocación.

Volviendo al estupor, solo hay un detalle “nuevo” en la última encuesta: la sinceridad en el desastre. El 42% de los que no leen nunca un libro declaran que no lo hacen porque no les gusta o no les interesa. Un defecto de las encuestas es que no reflejan el matiz. Puede darse el caso de que a una persona no le guste el libro como objeto paralelepípedo, pero que le encante lo que lee. Recuerdo una discusión en un bar en la que uno de los implicados intentó resolver la disputa buscando la verdad en un libro. Fue a casa y volvió con el volumen de una enciclopedia. Sonreía, triunfador. Hasta que el contrincante dijo: “¡Ahí viene un burro con un libro en la mano!”. Me temo que la encuesta cultural va en el mismo sentido, pero sin ninguna ironía. Uno de cada tres españoles no ha digerido ningún libro ni está dispuesto a probarlo. Sería un error pensar que es un asunto de edad. Hay una peligrosa tendencia a cargar las taras típicas en los más viejos. Se emplea con demasiada ligereza viejo como sinónimo de retrógrado o ignorante. Hay una especie de gerontofobia en el ambiente.

En los últimos tiempos ha habido leyes educativas que conspiran contra la lectura.

La mayoría de los viejos que conozco, empezando por los que no saben leer, tienen un respeto por los libros. E identifican la cultura con una cierta redención. Por el contrario, amigas profesoras y bibliotecarias me comentan que suelen ser jóvenes los que muestran, sin complejos, un rechazo primario a los libros y a la lectura. Traten de lo que traten. No es una enfermedad, pero a la larga puede ser una peste. En los últimos tiempos ha habido leyes educativas que conspiran contra la lectura. El desastre cultural no tiene una sola causa, pero sí que se intoxica el medio ambiente con la subestimación de lo que se ha dado en llamar humanidades. Hay incluso voces públicas que asocian la libertad con un curioso derecho a la ignorancia: ¿Para qué aprender cosas inútiles, como lenguas muertas o filosofía?

En la lista de gastos de los golfos detentadores de las llamadas tarjetas black había casi todo tipo de productos y caprichos. Lo que no hay en el escándalo es ningún desliz cultural. Toda esta gente con estudios, con mucho máster en el historial, no tuvo nunca la tentación de un libro, ni siquiera de serie negra o policial.

Es verdad que una mayoría de gente en el mundo no lee libros. Nos queda el teatro, la música, la danza o el cine. Pero también en esas artes los datos en España son demoledores. Lo más inquietante es que van a peor. Hay quien pide autocrítica: tal vez lo que se ofrezca no resulte atractivo. No comparto esa visión. Si en algún lado hay crítica y autocrítica, a veces descarnada, es en el mundo cultural. La primera causa del desastre es la desatención, el abandono, cuando no la hostilidad. Hay una prueba inmediata: cines y teatros se llenan los días en que no rige el ivaicidio.

Tal vez hace falta una nueva heroicidad frente al estado de estupor. Ya hay jóvenes y viejos que la practican. Mantener vivo un grupo de teatro o danza. Compartir un sótano sórdido donde nacen canciones que cambian el paisaje. Abrir una librería. Al fin y al cabo, algunos entramos, la primera vez, por equivocación.

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