Sam Tsemberis, el hombre que empezó la revolución por el techo
DURANTE ALGÚN TIEMPO, muchos pensaron que el método del psicólogo Sam Tsemberis era disparatado. Había ideado un modelo para ayudar a las personas que llevan años viviendo en la calle: consistía en alojarlos en una casa. Era tan simple como proporcionar un piso a quienes estaban en peor situación, a los sin techo crónicos que padecían enfermedades mentales y adicciones. Lo revolucionario es que no se les exige que antes estén sobrios o equilibrados. Eso viene después, una vez que han salido de la calle. Han pasado 24 años y su locura, el programa Housing First, ha cambiado la vida de miles de personas en decenas de ciudades desde Estados Unidos y Canadá hasta los países nórdicos, Italia, Francia y España.
“La atención a alguiEn que está en la calle puede costar 100. 000 euros anuales. Si lo alojas en un piso, 15. 000”.
Tsemberis, de 67 años, da clase en la Universidad de Columbia y dirige la organización con la que expande su modelo, Pathways to Housing. Las calles de la Nueva York de finales de los ochenta le mostraron de cerca una maquinaria asistencial que engullía a muchos llevándolos al hospital, a la cárcel o a los centros de desintoxicación para terminar en el mismo hueco de cartones en el que se los había encontrado por primera vez. Él trabajaba en un hospital, en un servicio de emergencias móvil para ayudar a los sin techo. “Había muchos. Íbamos a la calle para buscar a los que tuvieran problemas de salud, gente que tosía sangre, que llevaba los pies con ampollas… Muchos mejoraban en el hospital, pero el problema es que después volvían a la calle. Pensamos: este sistema no va a ninguna parte”, cuenta en una cafetería del centro de Madrid, adonde ha venido para apoyar el trabajo de la ONG Rais Fundación, pionera en aplicar su modelo en España. “No querían ir al hospital primero, ni al dentista primero, ni a un tratamiento de desintoxicación primero… No. Querían una casa. Yo pensaba: ‘¡Dios mío! ¿Una casa? No tengo una casa. Tengo una clínica, una furgoneta, un sándwich, una manta…’ Una casa. Así que dejé el hospital y empecé mi ONG”.
En España, Rais Fundación tiene una red de 117 pisos en varias ciudades y, un año y medio después de empezar, el 96% de los beneficiarios –que llevaban de media nueve años en la calle– siguen alojados. El coste por día para la Administración es de 34 euros, igual o superior, dice la organización, que en un servicio asistencial ordinario. Los pisos están diseminados por edificios y barrios tan normales como cualquiera, porque se trata de integrar. Solo hay tres condiciones para entrar en un piso: no molestar a los vecinos, permitir la visita del equipo al menos una vez por semana y que, si el antiguo sin techo los tiene, destine el 30% de sus ingresos para sufragar el servicio.
A Tsemberis, de origen griego y asentado en EE UU desde los ocho años, le llevó tiempo entender el problema y pensar de forma alternativa. Quizá por eso parece acostumbrado al escepticismo y las críticas que genera la estrategia, y despliega sus argumentos con una gran sonrisa. Explica que al principio él también tenía dudas: “Yo no sabía si alguien podía realmente manejarse en un piso. Eso supone un montón de ansiedad porque estás preocupado –¿va a encender el fuego de la cocina? Y cosas terribles del tipo: ¿qué ocurre si empieza a oír voces, si hace daño a los vecinos?–, así que tienes que asumir el riesgo y confiar en la persona. Hicimos muchísimas visitas para asegurarnos de que todos estaban bien”.
“Los demás no te miran cuando eres un sin techo. Aunque te sientas muy expuesto, eres invisible”.
Tsemberis también se dedicó a hacer números. Quería pruebas, no buenas intenciones. Primero, para someter a evaluación su programa: “Queríamos saber que no era peor que seguir llevándolos al hospital”. Para convencer a los colegas y a las Administraciones: “Después de un año, el 84% de las personas a las que alojamos seguían en los pisos. Genial, pero la gente seguía sin creérselo. Pensaban: ‘Las personas a las que tratas no están tan enfermas como las que yo asisto. Nueva York es diferente de todas las ciudades y no funcionará en otras”. La tercera razón es que así saben que el Estado ahorra dinero: “Si sumas el coste anual que supone el uso de los servicios sociales de alguien que está en la calle (urgencias, ambulancias, desintoxicación, cárcel…), el gasto puede llegar a los 100.000 euros. Si lo alojas en un piso al que llevas los servicios sociales, son unos 15.000 euros al año”. El estudio para saber si funcionaba lo desarrolló la Universidad de Nueva York, y lo pagó y supervisó el Gobierno federal de EE UU. “Siete años después, daba los mismos datos que nosotros teníamos. Ya estábamos hablando de ciencia, no de una historia anecdótica”, explica Tsemberis con énfasis.
El caso de los 70.000 veteranos de guerra sin hogar que había en EE UU es un buen ejemplo de que el programa funciona. La Casa Blanca anunció que algunas ciudades han erradicado el problema y que, en solo tres años, se ha reducido en un 36% en todo el país. Pero si su método tiene unos resultados tan positivos y comprobables, ¿por qué no se generaliza? “No lo sé”, admite Tsemberis. Él cree que el viejo y el nuevo modelo pueden ser complementarios. “El antiguo detectó que las personas en la calle sufrían de enfermedades mentales y adicciones, pero se pensó, incorrectamente, que había que tratarlas antes de darles acceso a un piso. Todavía hoy no tenemos una cura para esos problemas. Así que si esperas hasta que sanen, muchos nunca van a ser alojados. El viejo sistema no es totalmente inútil: tiene éxito con entre el 30% y el 40% de los casos”, explica.
Una de las cosas que dice haber aprendido el profesor en estos 24 años es que, pese a la enfermedad mental o al hecho de estar en la calle tantos años, al entrar en un piso las personas recuperan su capacidad para vivir de forma autónoma. “Puede haber alguien que crea que este fotógrafo es un espía de la Unión Soviética y aun así ser capaz de cocinar, lavarse y hacer la cama”, dice mientras gesticula sin parar. “Han sobrevivido durante años en la calle. Para eso tienen que saber qué lugares son seguros, cómo cuidar de sí mismos y de sus cosas, cómo evitar que les detengan, dónde están los comedores… todo eso son funcionalidades, así que si eres capaz de subsistir en la calle, hacerlo en un apartamento donde el baño está ahí al lado y no a dos manzanas no supondrá un gran problema”, afirma.
También recuperan otras cosas. En un vídeo de la organización, uno de los beneficiarios del programa en España habla de dignidad. “Es impresionante”, dice Tsemberis. “Creo que no somos capaces de darnos cuenta de lo que es no tener casa. De la soledad que supone. Lo más útil de este programa es la rapidez con la que se pasa del modo supervivencia al de la vida. Ocurre de la noche a la mañana. Alguien entra en un piso con sus bolsas y al día siguiente se ha duchado y ha dormido en una cama, tiene una llave en la mano y es como cualquiera de ese edificio. Los demás no te miran cuando eres un sin techo. Aunque te sientas muy expuesto, eres invisible. Y de pronto vives en un apartamento y tus vecinos te dicen: ‘Buenos días, ¿qué tal?”.
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