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La corte de los Ortega

Rosario Murillo, esposa de Daniel Ortega, ha sembrado la capital de Nicaragua con “árboles de la vida”, que, según ella, buscan “transmitir alegría” al pueblo.
Rosario Murillo, esposa de Daniel Ortega, ha sembrado la capital de Nicaragua con “árboles de la vida”, que, según ella, buscan “transmitir alegría” al pueblo.Meridith Kohut (The New York Times)
Jan Martínez Ahrens

AL ACTUAL PRESIDENTE de la Asamblea Nacional de Nicaragua se le encuentra con facilidad. En el noroeste de la ciudad de León, a un costado de la calle que lleva su nombre, se le puede visitar cualquier día. No hay protocolo ni guardias de seguridad que protejan a la tercera autoridad del Estado. Basta con atravesar una pequeña cancela de hierro forjado, y ahí está, a la sombra de un espléndido árbol de nim, junto a sus hermanos Carlos, Filiberto y Mirna. Todos juntos esperan al visitante. La única diferencia es que René aún no tiene lápida. Pero una corona de flores y un ramo de 22 rosas rojas indican dónde está enterrado. A un metro bajo tierra y en un ataúd color café que al sepulturero Mauricio Cisne le pareció más ligero de lo esperado.

Hijo de un carpintero y una costurera, René Núñez Téllez fue en vida un leal servidor del comandante Daniel Ortega. Luchó en la clandestinidad, cayó preso, sufrió tortura, ejerció de ministro, y siempre fiel, alcanzó las más altas magistraturas. Una existencia plena que en la madrugada del pasado 10 de septiembre, a los 69 años, terminó tras una larga y dolorosa afección pulmonar.

Enterrado, su tiempo en la tierra parecía haber llegado a su fin, cuando el comandante, como en los grandes días, tomó una decisión y ordenó, con apoyo automático y entusiasta de los diputados del Frente Sandinista de Liberación Nacional, nombrarle “por su capacidad de diálogo y consenso” otra vez presidente del Parlamento.

La revolución, la contra, la transición… el espíritu de una época ha quedado sepultado bajo un magma del que emerge ortega.

Esperpento, locura o simple despotismo tropical, hace mucho que las diferencias han dejado de importarle al jefe del Estado nicaragüense. Con él al frente, se puede ser revolucionario y prohibir cualquier tipo de aborto; se puede proclamar el socialismo y edificar un imperio familiar; se puede hablar de democracia y convocar elecciones sin oposición ni observadores internacionales. Todo es posible, incluso borrar el tiempo. La revolución, la contra, la transición, el espíritu entero de una época han quedado sepultados en los últimos años bajo un magma del que ha emergido un Ortega, cristiano y capitalista, que ya no es lo que era ni lo que se esperaba de él. Pero que cualquier nicaragüense sabe que no tiene rival y que este domingo, junto a su “eternamente leal compañera”, Rosario Murillo, volverá a ganar por cuarta vez la presidencia.

El camino hasta este punto ha sido largo. El guerrillero que el 17 de julio de 1979 puso en fuga al dictador Anastasio Somoza ha conocido en las últimas cinco décadas los vaivenes de la victoria y la derrota. Y ha aprendido. Encabezó la Junta de Gobierno sandinista, venció en los comicios de 1984, perdió los de 1990 frente a Violeta Chamorro, pasó casi 16 años de oposición y en 2006 recuperó una presidencia que, a juicio de sus críticos, decidió no abandonar nunca más.

Desde que retomó el gobierno hace casi 10 años, Ortega ha ido retirando los obstáculos que le impedían perpetuarse. Las elecciones de 2011 dieron buena cuenta de esta ambición. La Constitución prohibía que un presidente en el cargo se presentara como candidato y tampoco permitía que lo hiciera quien hubiera ocupado dos veces el puesto. El comandante estaba invalidado por partida doble. Dio igual. La Corte Suprema de Justicia, bajo su control, emitió un fallo que le exoneraba de cumplir la propia ley. Ganó los comicios y, tres años después, quebró el último candado e hizo aprobar la reelección indefinida. Un anatema en las devastadas democracias centroamericanas.

Escena en la ciudad de León.

Pero aún quedaba trabajo por hacer. La gran oposición, aglutinada en torno al líder del Partido Liberal Independiente (PLI), el economista Eduardo Montealegre, estaba recuperando aliento. No por mucho tiempo. En junio pasado una sentencia de la Corte Suprema despojó a Montealegre de la representación legal de su propia fuerza para entregársela a un títere. Un mes después, en una segunda vuelta de tuerca, el tribunal electoral acabó la encomienda y despojó a los parlamentarios del PLI y su socio, el Movimiento Renovador Sandinista (MRS), de sus escaños. Primero el líder, después sus diputados. De una tacada, la única oposición real había desaparecido. Despejado el terreno, Ortega remató la jugada nombrando a su propia esposa candidata a la vicepresidencia. Sin fiscalización electoral ni rivales de peso, sin tan siquiera campaña ni mítines, los comicios de hoy se han transformado, a decir de los opositores ilegalizados, en una farsa. Un inmenso fraude que apenas ha tenido contestación. No se han registrado movilizaciones masivas ni las redes sociales han estallado como hicieran el año pasado en Guatemala u Honduras ante los abusos de sus gobernantes. Una calma chicha, profunda y doliente, reina en este país de seis millones de habitantes y larga pobreza.

Mediodía en una calle céntrica de Managua. El termómetro marca 34 grados. La humedad es absoluta. Cuatro obreros descansan bajo la sombra de una caoba. Tienen entre 18 y 27 años. Les gusta hablar de comida, deportes, coches. Ríen y responden con afabilidad hasta que llega la cuestión medular.

–¿Y cómo les va con el presidente Daniel Ortega?

–Mire, nosotros trabajamos para comer, y si le contamos esas cosas, perdemos nuestro trabajo. Así que, por favor, váyase.

La desconfianza habita entre los nicaragüenses. Años de aplastamiento ideológico han surtido efecto. Las protestas son débiles, las universidades están bajo control, los sindicatos han sido domeñados y las respuestas sinceras no proliferan en las aulas ni en las calles. Para hablar hay que entrar en las casas, cerrar las puertas, evitar los teléfonos. Los que se atreven son pocos. Habitualmente opositores declarados, intelectuales estigmatizados por el régimen. Muchos de ellos, antiguos compañeros de armas del comandante.

Con Rosario Murillo, Daniel Ortega no tiene rival en las elecciones generales que se celebran el domingo 6 de noviembre en Nicaragua.

Aquí, Ortega y su esposa controlan todos los poderes. Todos. La policía, el Ejército, los jueces hacen lo que ellos quieren.

En un rincón del alicaído Centro Nicaragüense de Escritores, el legendario sacerdote Ernesto Cardenal brama con lo que le queda de voz. Tiene 91 años y la melena igual de blanca que cuando era santón sandinista y ministro de Cultura. Pero ahora está cansado, e incluso él, que lo fue todo, muestra sus temores: “Esto es una dictadura y lo que me preguntas es peligroso, no lo olvides”.

Cardenal está sentado en un sillón mullido y marrón. Apenas se mueve, pero sus ojos verdes brillan con intensidad. Su centro, que llegó a publicar 220 títulos, languidece en el olvido. Se ha quedado sin fondos y el gran poeta nicaragüense sobrevive, en el crepúsculo de su vida, como un apestado del régimen. Sabe que le odian, mas no está dispuesto a callar: “Hubo una época en que Ortega era muy diferente, pero se corrompió y decidió enriquecerse a costa de un pueblo pobre. Ahora a él y su esposa se les rinde un culto a la personalidad, como en Corea del Norte”.

Cardenal no está solo. Su opinión es compartida por muchos opositores. Aunque todavía lejos de la oclusión cubana, la deriva autoritaria del comandante les hace temer lo peor. “Ortega y su esposa se encaminan hacia un modelo de partido único. Es un viaje al pasado que les está valiendo el repudio universal. Pero les da igual. No son carismáticos, simplemente tienen poder, más del que nadie ha logrado en este país. Y lo quieren conservar a toda costa”, detalla el escritor Sergio Ramírez, quien fue vicepresidente del primer Gobierno sandinista.

Ernesto cardenal, poeta y legendario sacerDote: “a ortega y a su esposa se les rinde ahora culto como en corea del norte”.

“No hay una dictadura en el sentido clásico, esto es un fenómeno atípico, una forma de absolutismo, casi una monarquía. ¿Quién podía pensar que un compañero de lucha iba a acabar así? Siento rabia. ¡Cómo fuimos tan ingenuos!”, se lamenta la novelista, poeta y antigua sandinista Gioconda Belli.

Hasta alcanzar su estado actual, Ortega ha protagonizado una portentosa transfiguración. Ayudado por Murillo, la crisálida dejó amarillear en sus años de oposición el credo sandinista, metió en un baúl sus simpatías estalinistas y abrazó el libre mercado. Pero eso solo fue un primer movimiento. En un gesto destinado a tranquilizar a quienes aún le temían, hizo de sus antiguos adversarios grandes amigos. En el mundo de los negocios y en el de la política. El belicoso Comandante Cero, Edén Pastora, cayó en sus brazos; los empresarios empezaron a verle como un valedor de sus intereses, y hasta se reconcilió con su archienemigo, el cardenal Miguel Obando, quien ofició su boda en septiembre de 2005.

En esta mutación acelerada no hubo símbolo que se librara. En campaña cambió el himno sandinista, ­primero por la Oda a la alegría, y luego por una versión de Give Peace a Chance, de John Lennon, y otra de One Love, de Bob Marley. El belicoso rojo-negro de la ­iconografía sandinista fue sustituido por el rosa chicle que empastela toda su cartelería. Y, sobre todo, descubrió la luz de Dios. El guerrillero se quitó la canana y se postró frente al Señor.

Templete decorado con los colores renovados de la revolución sandinista.

Renacido en “cristiano, solidario y socialista”, a los obispos les ofreció el oro de su conversión. Ya en el poder prohibió cualquier tipo de aborto, impidió el matrimonio homosexual y vetó la investigación con células madre. Ortega, aún con la boca inflamada de consignas socialistas, declaró a monseñor Obando prócer de la nación y se alzó como un paladín de los valores tradicionales. Con la familia en cabeza. Especialmente la suya.

Este vertiginoso cambio habría sido imposible sin Rosario Murillo. Poeta, madre de sus siete hijos, letrista de sus himnos, primera ministro de facto, ella lo es todo para Ortega. Desde su consejera más íntima hasta la voz que se dirige a su pueblo cada mañana a las doce, puntual como las campanadas, para hablar de erupciones volcánicas, la muerte de un sandinista, la mejora en las escuelas o simplemente las “bondades del alma, la fraternidad y la luz universal”. Su presencia es omnímoda en Nicaragua. Y los recelos que despierta también.

Hay quien ve en ella una eminencia oscura y perturbadora. Una puerta a un dudoso más allá que esta mujer extravagante, de ropa multicolor e infinitos amuletos, pulseras y anillos ha abierto sin que el comandante pueda ya cerrar. No hay unanimidad sobre su fe. Por el contrario, es un tema casi imposible de zanjar. Igual se la considera seguidora del gurú Sathya Sai Baba que impulsora del Museo San Juan Pablo II. Por temor a los malos espíritus, rechazó vivir en el antiguo palacio presidencial. Y por ella, cada 7 de diciembre, en la víspera de la Inmaculada Concepción, los ministerios levantan abigarrados altares en la grandiosa avenida de Simón Bolívar y regalan a sus visitantes juguetes y recuerdos.

El dúo presidencial ha puesto a sus hijos al servicio de la causa. Ellos llevan los negocios estratégicos para el clan.

A estas alturas, la huella de Murillo, de 65 años y que declinó hablar con este periódico, es ya prácticamente inabarcable. Ha reformado calles, derribado monumentos y sembrado la capital de sus simbólicos árboles de la vida: enormes construcciones metálicas, de formas arbóreas y rotundos colores, que buscan transmitir “alegría” al pueblo sin que nadie sepa a ciencia exacta cómo lo hacen. Sincrética y amante de los arquetipos; católica, pentecostal y mística, Murillo ha logrado transformar la narrativa política de Ortega hasta límites insospechados y posiblemente abrirle un espacio electoral que le estaba vedado. A cambio, ha acaparado una enorme autoridad. Pese a que fue una figura marginal del sandinismo, ya se la presenta en los libros de texto como a una gran líder revolucionaria. Prácticamente la mitad de los nombramientos gubernamentales dependen de su dedo y es ella quien difunde las grandes decisiones a los ministerios y los canales de comunicación. Como cruzada del nuevo orden, se encarga de hablar a las masas y regaña en público a funcionarios y ministros. Es el fusible de Ortega. Y desde su nombramiento como candidata a vicepresidenta, su sucesora. Un ascenso que, según admiten fuentes cercanas al régimen, ha sido mal acogido por los restos de la vieja guardia. Su propio cuñado, el general retirado Humberto Ortega, ha salido de las catacumbas para recordar que toda forma de “dinastía es inviable”.

“No la ven como sucesora, pero eso vale poco en este momento. Ella es el alma de Ortega: le lleva la agenda, le resuelve los problemas, nunca descansa. Es tremendamente operativa. A cambio ha cumplido su sueño: pasar a la historia”, indica una fuente próxima al Gobierno.

El origen de esta influencia, desbordada ahora que avanzan hacia la vejez, se remonta a décadas atrás, a un tiempo ya perdido. Aunque ambos coincidieron de niños en el barrio de San Antonio, en la Managua histórica, la chispa no saltó hasta 1977 durante un encuentro casual en la Casa-Museo de Simón Bolívar, de Caracas. Ella lo interpretó (o así lo contó años después) como un designio de los hados; él, como un tremendo flechazo en el que se quedó prendado de las “miradas ígneas” que desprendía esa joven de cabellera oscura y rostro huesudo.

Un veterano sandinista.

Siendo diferentes, se complementaban. Murillo era sobrina-nieta de Augusto César Sandino, el gran patriota y revolucionario nicaragüense; había sido educada en Suiza, hablaba inglés y francés, y, después de la muerte de su primer hijo en el terremoto de 1972, vivía para cantarle al mundo sus poemas.

El comandante, tras ocho años de cárcel somocista, era un hombre taciturno y de expresión difícil. “No tenía cualidades especiales, siempre estaba encerrado en sí mismo. Nadie sabía lo que pensaba realmente, pero teníamos claro que ansiaba el poder por encima de cualquier cosa. Era calculador y capaz de liquidar a quien le hiciera sombra”, recuerda la mítica jefa guerrillera Dora María Téllez.

Daniel y Rosario. El comandante y la poeta. Ambos unieron sus destinos en 1978 y, aunque con cierta aleatoriedad, iniciaron una larga vida en común. Les esperaba el triunfo, pero también la adversidad y algo que para cualquier pareja hubiese sido mucho peor. El 31 de mayo de 1998, Zoilamérica Narváez, hija de una relación anterior de Murillo, acusó públicamente al comandante de haber abusado sexualmente de ella desde los 11 años. “Él ensució mi cuerpo y lo usó como quiso”, denunció.

La crudeza de las descripciones y la firmeza del testimonio pusieron a Ortega, en aquel momento líder de la oposición, contra las cuerdas. El estallido habría acabado para siempre con el sandinista si no hubiera aparecido en escena Murillo. Entre su hija y su compañero, eligió a este último. Asumió su defensa y se lanzó en tromba contra Zoilamérica: “Me ha avergonzado terriblemente que pretendiera destruirle [a Daniel Ortega] y que fuese mi propia hija la que por obsesión y un enamoramiento enfermizo con el poder quisiera hacerlo cuando no vio satisfecha su ambición”, proclamó.

Daniel y Rosario. El comandante y la poeta. Ambos unieron sus destinos en 1978 e iniciaron una larga vida en común.

Sus palabras y luego un oportuno cierre del caso por prescripción del delito salvaron a Ortega. Y a ella la situaron en el centro absoluto de su existencia. Dueña de su destino, había nacido la “eternamente leal”. “Ese día fue cuando ella se hizo imprescindible”, señala la socióloga y líder feminista Sofía Montenegro, quien conoció de primera mano el caso.

Bajo sus auspicios, Ortega empezó la metamorfosis que le llevó a recuperar la presidencia en 2006. Desde entonces, su poder se ha extendido hasta límites insospechados. Y con él, el de su familia. El dúo presidencial ha puesto a sus hijos al servicio de la causa. Han llegado a viajar con ellos con rango de asesores y llevan las riendas de negocios estratégicos para el clan. El primogénito, según las investigaciones de la prensa local, controla la lucrativa distribución del petróleo. Otros cuatro hermanos tienen bajo su tutela otros tantos canales de televisión, sin contar con las emisoras y canales de comunicación oficiales.

Pero el más conocido de la camada es Laureano Ortega. Asesor presidencial y hombre-puente para el capital extranjero, fue uno de los introductores del fantasmagórico empresario chino que galvanizó al país al obtener una concesión para un gigantesco canal trans­oceánico con la promesa de una inversión de 50.000 millones de dólares. Casi cuatro veces el PIB nacional. “Tres años después no ha habido licitaciones ni obras, solo estudios. La gente ya no cree en ese proyecto”, afirma Carlos Fernando Chamorro, director de Confidencial, uno de los pocos medios independientes de Nicaragua.

Pero la distribución a granel de sueños imposibles no es el único mérito de Laureano. En la corte tropical también es conocido por su amor a la ópera. Pasión que, con la ayuda de sus progenitores, le ha llevado a apadrinar en el Teatro Nacional de Managua sus propios festivales y, desde luego, salir a escena como tenor ante un auditorio milimétricamente rendido a sus pies.

La familia Ortega con monseñor Obando, declarado prócer de la nación.

Árboles de la vida, tenores de la realeza, muertos que dirigen el Parlamento. La Nicaragua de Daniel Ortega tiene un pie puesto en el delirio. Igual se regalan techos de uralita para los pobres que se construyen pistas de hielo bajo un sol infernal. No hay espacio donde los tentáculos del sistema no estén presentes. El orteguismo, a decir de sus críticos, ya ha fagocitado por completo al sandinismo y, de paso, enterrado el cadáver de lo que un día fue una revolución.

El resultado es un escenario irreal, donde cabría pensar que, en pleno siglo XXI, todo está a punto de derrumbarse. Pero los hechos son bien distintos. El país, con un PIB per capita 16 veces inferior al español, aguanta un huracán tras otro. Pese a figurar en los últimos lugares de la tabla de índices de desarrollo americana, su economía agrícola, de excelente café, carne y azúcar, no deja de crecer. Poco importa que presente un 70% de informalidad o que solo el 4% de empresas tenga una contabilidad en forma. Aplaudido por el FMI, Nicaragua ha registrado un aumento medio del PIB del 5,2% en el último lustro y se ha vuelto polo de atracción para países como Rusia.

Tres factores, según los analistas, han jugado a favor de esta evolución. La ya extenuada ayuda de Venezuela (4.000 millones de dólares en siete años). Una criminalidad muy inferior a Honduras, El Salvador y Guatemala. Y la proximidad de los empresarios al régimen. “Tras la sacudida de los años ochenta, la clase alta regresó, y no quiere arriesgarse a perder otra vez lo que tiene”, explica un influyente hombre de negocios.

Rosario Murillo, primera dama de Nicaragua, durante una conferencia en Managua (2011).

La combinación no deja de sorprender. Mientras la política es un erial dominado por Ortega y Murillo, el mundo del dinero se ha aglutinado en torno al Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep) y ha cerrado una especie de cogobierno neoliberal con el antiguo marxista. Han sido aprobadas 105 leyes bajo su égida. “Hay previsibilidad, certidumbre y un marco legal flexible. No tenemos maras ni penetración del narco en el Estado. Por eso crecemos. En 10 años las exportaciones se han quintuplicado, y la inversión extranjera directa se ha sextuplicado”, glosa el presidente de Cosep, José Adán Aguerri, uno de los hombres fuertes de Nicaragua.

Con estos datos, el comandante, a sus 70 años, podría dormir tranquilo. Pero su afán por aplastar cualquier oposición revela un pánico casi existencial. “Vive bajo el síndrome del noventa, cuando perdió las elecciones frente a Chamorro”, explica la excomandante Téllez. “El desafío es la falta de estabilidad política; los poderes del Estado deben ser independientes y ha de abrirse un diálogo político que hoy no hay”, afirma el líder de la patronal.

Ahí radica la principal fisura. La acelerada liquidación de los espacios de discrepancia ha encendido las alarmas dentro y fuera del país. Los mismos obispos, tanto tiempo mimados, han exigido unas elecciones “honestas y transparentes” al tiempo que sentenciaban, con su milenaria puntería, que “los años pasan y nadie es eterno”. Y Estados Unidos, el gran hacedor continental, ha empezado a poner en marcha la maquinaria para sancionar al Ejecutivo por sus ataques a la democracia.

“La presión externa es el telón de Aquiles de Ortega. La economía es muy pequeña y cualquier impacto se nota”, señala el escritor Sergio Ramírez. “Hasta ahora hemos tenido las constelaciones alineadas a nuestro favor, mañana no lo sabemos”, admite una fuente ­cercana al Ejecutivo.

En Nicaragua hay quien está convencido de que el cambio está próximo. Que Ortega tiene los días contados. “Ha superado el límite, ya nadie está contento, el deterioro es demasiado alto”, dice la presidenta del ilegalizado MRS, Ana Margarita Vigil. Otros, como el periodista Chamorro, son más escépticos: “Eliminada la oposición, Ortega buscará llenar el vacío, volverá a entenderse con el capital y habrá más de lo mismo”.

Son cálculos que de momento giran sobre sí mismos. Crepitan en los cenáculos nicaragüenses, pero se estrellan con el inexorable 6 de noviembre. Hoy el Comandante podría volver a triunfar y durante otros cinco años gobernará un Estado que se ha vuelto un espejo de si mismo. Para ello, Ortega solo tendrá que jurar el cargo ante el presidente del Parlamento. Un poder que ahora, como tantas cosas en Nicaragua, está muerto y enterrado.

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Sobre la firma

Jan Martínez Ahrens
Director de EL PAÍS-América. Fue director adjunto en Madrid y corresponsal jefe en EE UU y México. En 2017, el Club de Prensa Internacional le dio el premio al mejor corresponsal. Participó en Wikileaks, Los papeles de Guantánamo y Chinaleaks. Ldo. en Filosofía, máster en Periodismo y PDD por el IESE, fue alumno de García Márquez en FNPI.

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