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El destierro de Odín

FMCV - Archivo Museo Fortuny
Fernando Savater

POR LO DEMÁS, el paisaje de la isla no es quizá propiamente bonito, en el sentido placentero o relamido del término, pero sin duda resulta con frecuencia impresionante. En una misma zona, el visitante puede recorrer una calzada de lava flanqueada por estanques sulfurosos que hierven con borborigmos propios del caldero de las brujas de Macbeth, mientras a pocos cientos de metros ve conglomerados de nieve que prometen quizá futuros glaciares (aunque, ciertamente, ninguno llega a ser tan enorme como el Vatnajökull, el mar de hielo que cubre el sureste de la isla y cuya extensión es mayor que la de todos los restantes glaciares de la Europa continental juntos), oye el fragor próximo de una cascada y en un lago cercano flotan los icebergs. Es un mundo en ebullición, donde el pastel de nuestra Tierra aún está cociéndose y enfriándose como en los días primigenios y todo va cambiando de aspecto ante los ojos del espectador. En otros lugares, 10 o 15 años de diferencia entre visita y visita permiten comprobar transformaciones en las ciudades o en la producción humana; en Islandia, lo que se modifica es la configuración misma del paisaje: aquel glaciar estalla en nuevas bocas volcánicas que provocan enormes inundaciones; ese gran Géysir cuyo surtidor aún vieron Auden y MacNeice cesa en su actividad, pero junto a él brota Strokkur, saltando hasta 20 metros de altura cada tres minutos: lo que hoy es una laguna salpicada de icebergs se convertirá mañana en un fiordo o en mar abierto, etcétera

La NASA envió a Neil Armstrong y a otros miembros de la misión Apolo IX a prepararse para la desolación lunar.

Es una tierra sin apenas árboles, pequeños grupos de abedules enanos y pocas variedades más. Cuentan que en Islandia hubo antaño bosques también, como en Noruega, pero los vikingos talaron todos los grandes troncos para construir los fieros drakkars con los que viajaban lo mismo a la aún innominada Boston que a la ya próspera Sicilia. Igual que todos los excesivamente emprendedores de cualquier época, los nietos de Odín no destacaron por sus miramientos hacia el medio ambiente. A falta de árboles, abunda, en cambio, el musgo, un mullido uniforme de camuflaje que reviste las olas petrificadas de los desiertos creados por la lava. Esas perspectivas negruzcas y desnudas no parecen de nuestro planeta: por eso, en 1967, la NASA envió a Neil Armstrong y a otros miembros de la misión Apolo IX a prepararse para la desolación lunar en la no menos desolada zona de Odadahraun, en el semideshabitado centro de la isla. Los únicos que no se asustan de esos páramos basálticos son los pequeños y greñudos caballitos islandeses. Se les ve en grupos reducidos por todas partes, en aparente libertad, contemplando con indiferencia los aún infrecuentes autobuses. Para un amante de los purasangres de carreras, su aspecto rechoncho y cabezón no es demasiado atractivo, pero caen simpáticos. En la ciudad de Sudarkrókur, al norte de la isla, hay hasta una estatua dedicada a este Danny de Vito de la grey equina…

Es un mundo en ebullición, donde el pastel de la Tierra aún está cociéndose como en días primitivos.

Pero ya tenemos que volver, porque el verano toca a su fin y la estación inclemente –que aquí dura nueve meses– se acerca. Con nosotros se vienen también a España todos los islandeses que pueden, asiduos clientes de la Costa Dorada, o de la zona marbellí. Y, por supuesto, las islandesas, fragantemente rubias y desinhi­bidas, con ojos claros que prometen las mejores cosas a quienes las ayuden a huir de las noches demasiado largas y demasiado frías. No, por esta vez aún no haremos el viaje de regreso en ­Naglfar, la nave temida por los dioses y por los hombres que, según la mitología escandinava, está fabricada con las uñas de los muertos. Volveremos en avión, que no sé si es peor, y nos perderán alguna maleta para que la excursión resulte capicúa.

Y vendremos rumiando otro dicho vikingo que condensa la experiencia de aquellos incansables turistas saqueadores:

“Se necesita tiento

en tierras ajenas.

¡Qué cómoda es la vida en casa!”.

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