Ochocientos millones de animales
ESTUVE A PUNTO: pensé en preguntarles si cremarían a Wifi, pero no me atreví. Eran jóvenes, sudaban bajo el sol de septiembre, corrían detrás de su perrito, lo llamaban a gritos Wifi, Wifi. Wifi huía hacia la jungla del parque del Oeste, Madrid por la mañana; parejita adorable lo perseguía sin aliento. Yo acababa de ver pasar la camioneta de Cremascota, y me tenía impresionado.
La camioneta era común, su color claro, y su cartel pintado que ofrecía “la mejor despedida… para el mejor amigo” –siempre que el mejor amigo fuera, claro, perro o gato. Después quise saber: la cremación de mascotas vía Cremascota ya lleva algunos años en Madrid, cuesta cientos de euros y ofrece variedad de fórmulas, rituales, urnas ceniceras; está en la calle Químicas de un polígono industrial y propone incluso un plan de ahorro previo. Después leí los recuerdos que los dueños de las mascotas muertas dejan en su web, cartas de amor a un animal partido: “Qué vacío más grande has dejado. Gracias por darme tanto y por ser más que una perra…”. Después recordé aquella frase que avanzaba hacia la ambigüedad casi perfecta: “Un país cuyos habitantes siempre trataron a los animales como animales” –pero los tratan, cada vez más, como seres humanos.
La mascota es un invento antiguo que tardó en hacerse ola, pero ya: el mundo rico rebosa de mascotas. .
Desde que el hombre se hizo hombre vivió rodeado de otras bestias. Gallinas que le ponían los huevos, perros que le cuidaban las ovejas, gatos que le menguaban ratas, vacas que le daban leche y bosta y calor y trabajo, gansos que lo alertaban, caballos que lo llevaban, halcones que le cazaban, burros, cabras, abejas, elefantes: los usaba para sobrevivir. No hace tanto que el auge de las ciudades nos separó de ellos: los animales de trabajo y consumo fueron recluidos en espacios de producción y venta, aislados, alejados. Otros los reemplazaron, con otros cometidos: ahora los hombres los usan para sentirse menos solos. La mascota es un invento antiguo que tardó en hacerse ola, pero ya: el mundo rico rebosa de mascotas. En los otros hay menos perros, gatos, hámsteres: sobra menos.
Aquí, donde sí, los animales domésticos florecen: unos 800 millones de animalitos opulentos atiborran nuestros hogares. Que gastan, cada año, más de 100.000 millones de euros en comprarles comida y atención. El negocio crece: “Emprendedores imaginan nuevas ofertas de entretenimientos para mascotas, lujosos spas para mascotas, comida orgánica para mascotas y accesorios tecnológicos para mascotas”, dice una revista del sector. “Hoy la industria de las mascotas conoce poderosas corrientes de cambio que traen niveles inéditos de innovación y creatividad”.
Pero no todo es consumo; está, también, el correlato militante: animalismo avanza. Personas que viven con cierta calma el hecho de que cada día se mueran en el mundo 25.000 personas por causa del hambre salen a la calle porque no soportan que le peguen a una vaca. Es malo que le peguen a una vaca; hay cosas que podrían doler más.
Y hay bestias que lo sostienen con denuedo: que se fijan en minucias y señalan, por ejemplo, que el planeta contiene la misma cantidad de mascotas que de hambrientos. E insisten en que esos 100.000 millones son el triple del dinero que, según la FAO, alcanzaría para eliminar el hambre más mortífera. Y llegan a decir, oh dioses, que habría que prohibir las mascotas mientras haya personas que no coman, y se ponen belicosos: ¿cómo justificar que un perro –arguyen– coma lo que no comen hombres?
Cada quien tiene, supongo, su respuesta.
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