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Ni loco ni anormal

Ilustración de Mikel Jaso

MALO. Así es: el malo ni está loco ni es anormal, tanto si concebimos la normalidad en términos de frecuencia como si la consideramos en clave de salud mental. Se cree que alrededor de un 20% de la población actúa por sistema de un modo compasivo y respetuoso con las reglas, mientras que un pequeño porcentaje se instala en el desorden cívico y la conducta antisocial. Se califica de “individuos dañinos” a alrededor del 1% de la población, y lo que tienen en común es su peligrosidad, no su cociente intelectual, su contexto social o una enfermedad mental.

Plantearnos si existe o no el gen de la maldad humana es un absurdo: la malicia es un constructo social y, como tal, no puede definirse en términos absolutos. Pensar que el hombre nace o se hace malo –o bueno– es un fraude cultural, una ilusión social, el resultado del pensamiento analítico y no del pensamiento holístico, natural.

Por supuesto que pueden existir factores genéticos que establezcan una predisposición a la perversidad y a la conducta delictiva, y los factores ambientales son, sin duda, de una importancia extrema, pero no existe una determinación absoluta que libere al personaje de responsabilidad. Negar el libre albedrío nos convierte en robots, marionetas de nuestra genética y nuestro cerebro, pero la mente hace libre al individuo.

El ser humano necesita sentirse buena persona. Cuesta reconocer debilidades o tendencia a la maldad.

Desde un punto de vista neurocientífico, podremos hablar de predisposición o de tendencia, pero no de determinismo. En el funcionamiento cerebral de los individuos peligrosos se advertirán modos de reacción diferentes a los observados en personas hipersensibles al sufrimiento ajeno, pero esto no le priva de libertad para decidir sobre su conducta en términos absolutos. Para saltarse las normas tan predispuesto está aquel a quien no se ha educado en valores como el sujeto cuyo cerebro refleja una disminución en la función en las áreas que hemos detectado como “de respuesta social”, léase la empatía o la compasión.

Podemos pisar o no a una cucaracha; si no lo hacemos, no es porque no se haya activado en nuestro cerebro el área de la empatía, sino porque decidimos –tras evaluar las alternativas– no hacerlo y es más probable que no la pisemos por asco que por pena. Efectivamente, hay personas que toman este tipo de decisiones no referidas a una cucaracha, sino a un semejante, y elegirán hacer daño o no pero no por lástima sino, por ejemplo, por evitar el castigo.

Se habla de un funcionamiento cerebral “alterado” en sujetos sociópatas, pero del mismo modo que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, no sentir empatía o compasión ante la desgracia ajena no exime de la obligación de respetar el dolor, la libertad y la vida de otros seres vivos, ni de hacer lo mismo con las normas y las leyes compartamos o no su razón de ser.

El odio a los semejantes ha llevado a cometer crímenes ¿Dónde reside la maldad? ¿En el odio? ¿En el crimen? ¿En ambos? ¿Está justificado el crimen en según qué casos? Se trata de un conflicto de valores. Se entiende como natural odiar pero no matar, pero ambas cosas se sienten y todos somos capaces de matar según en qué circunstancias. Existen pocos valores absolutos y hasta el de la vida es variable cuando entra en conflicto “mi” vida o la vida de “los míos” con la del otro.

No obstante, lo realmente interesante son esas dos terceras partes de la población que diferentes teorías sitúan “entre el bien y el mal”. Sin llegar a cometer actos criminales, no es extraño observar comportamientos éticamente reprobables –y sin embargo socialmente aceptados– en nombre de la competitividad, el deseo o la ambición bien entendida. Mediante la seducción y el engaño es más sencillo conseguir un objetivo, y en un orden más sutil, el uso cautivador del lenguaje o el galanteo nos pueden ayudar y están aceptados. Sin embargo, estas estrategias pueden ser puestas en cuestión desde un punto de vista moral.

Desconocemos cómo nos comportaríamos cada uno de nosotros en determinadas situaciones, qué seríamos capaces de llegar a hacer cuando está en juego nuestro propio beneficio, dónde está la línea que separa lo correcto y lo justo de lo desproporcionado. Probablemente cada uno de nosotros coloquemos esa línea en un lugar distinto y según quién esté valorando nuestra conducta lo considerará justificado o no, nos juzgará buenos o malos.

El ser humano tiene la necesidad de sentirse “buena persona” cuando piensa en sí mismo. Cuesta reconocer debilidades y mucho menos tendencia a la maldad. Contextualizaremos nuestra conducta hasta convencernos de que en nuestro caso ha sido “necesaria”. La silenciosa mayoría de las personas se mueven influenciadas por el comportamiento de los demás. Habitualmente somos colaboradores, cooperativos; moderamos nuestra tendencia a la mentira u otras formas de manipulación. Sin embargo, inmersos en una revuelta, podemos llegar a hacer cosas de las que después nos sentiremos avergonzados. Definitivamente, si no nos limitamos a observar los actos delictivos, sino la vida cotidiana, los malos y los buenos no existen.

Ventanas rotas

De acuerdo con la teoría de las ventanas rotas, las personas tenemos más probabilidades de comportarnos de manera incivilizada cuando el ambiente se degrada: edificios sucios, paredes pintadas, ventanas rotas…

Cuando las pandillas dominaban las calles de Nueva York en torno a los años ochenta, los índices de criminalidad eran dramáticos. Estas cifras cayeron estrepitosamente en los años noventa y una de las razones esgrimidas para explicar el cambio de tendencia es la aplicación de esta teoría.

Por ejemplo, se procedió a limpiar sistemáticamente los vagones de metro y a volver a hacerlo cada vez que los grafiteros los pintaban de nuevo. La limpieza y la guarda del entorno terminaron por contagiar a los neoyorquinos, que no solo colaboraron a mantenerlo cuidado, sino que, además, comenzaron a hacer algo idéntico con ellos mismos… y con sus semejantes.

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