El negocio de los grandes museos
COMO AQUELLOS baúles de los viejos aventureros decorados con etiquetas que daban fe de los exóticos rincones de paso y destino de sus propietarios alrededor del planeta, el centenar de cajas de madera depositadas en la sala 203 del Museo Guggenheim de Bilbao están marcadas con los carteles de las exposiciones donde han recalado, de Corea a Mónaco pasando por Estados Unidos. Cada una está pintada al esmalte con un color distintivo. De esta forma, los correos (responsables de su custodia hasta que las obras se encuentren colgadas en el museo al que han sido prestadas) que las vigilan noche y día, y desde su origen hasta su destino, no las pierden de vista. Ninguna se abre si no es en su presencia. Y en la de un conservador de la institución prestataria. Antes de rubricar su entrega, juntos chequean el “mapa de daños”, es decir, el exacto estado de conservación de la pieza que se les entrega, con observaciones como estas: “Viejo arañazo de un centímetro restaurado; ligera abrasión en el ángulo superior del marco”. Una operación que se repetirá cuando concluya la exposición y el lienzo se descuelgue y regrese a su hogar o prosiga su trashumancia. Al final de la muestra, las notas manuscritas en el mapa de daños serán de esta índole: “Gotitas de saliva de estornudos; polvo abundante; huellas de dedos; fibras de algodón”. Nada grave. En apariencia.
La realidad es menos complaciente. Las obras de arte sufren en sus traslados alrededor del mundo. Se estresan. Son inestables. Los cambios de temperatura y humedad son letales para los iconos de la humanidad. Y los de mayor formato ni siquiera se pueden proteger con un cristal de seguridad por el excesivo peso que alcanzarían. “Cualquier intervención sobre un cuadro, el mínimo movimiento y manipulación, nunca es bueno…, imagine cuando viajan 40.000 kilómetros en un año”, explica una restauradora. Ser testigo de cómo se manejan los cuadros durante esos vertiginosos traslados deja patente la quirúrgica profesionalidad del proceso. Pero también pone en evidencia pequeños incidentes, golpes, baqueteos, de los que nadie parece darse cuenta. Y la ilustre decrepitud de esas creaciones insustituibles. Las de Velázquez, Picasso, Rembrandt. Van Gogh, Goya, Gauguin o El Bosco viajan más rápido y más lejos que nunca. Delicadas tablas, tapices, grabados en papel y lienzos sin forrar. Piezas que nadie osó mover a lo largo de siglos abarrotan hoy las autopistas del arte con el objetivo de nutrir las exposiciones temporales que reclama el planeta.
Es una fiebre. Hay lista de espera. Se solicitan a sus propietarios con años de antelación. Se prometen contraprestaciones. Se mueve dinero bajo la mesa por conceptos tan etéreos como “puesta a punto de la obra”, “gastos administrativos” o “dietas de los correos”. Pocos museos reconocen que pagan por ellas. Cada vez más. Después esas grandes obras serán contempladas en los pocos meses que dura una superexposición (las blockbusters), por entre medio millón y un millón de espectadores, a una media de entre 5.000 y 10.000 visitantes diarios. Y vuelta a empezar. Otro destino lejano, otro bombazo mediático.
Ese fue el significado inicial del término blockbuster: una explosión de poderosa onda expansiva. El fenómeno de los grandes préstamos unidos a las grandes exposiciones temporales tiene apenas 40 años. En 1976, el director del Museo Metropolitano de Nueva York, Thomas Hoving, organizaba la primera de la historia, dedicada a las legendarias joyas de Tutankamón. Su intención era reventar la taquilla y, de paso, el Departamento de Estado estadounidense maniobraba para revitalizar sus maltrechas relaciones con el Egipto de Sadat. La muestra se basaba en la inédita concepción de Hoving de su museo como “un servicio público dinámico y divertido y no como un estricto repositorio de arte”. Millones de americanos desfilaron ante las reliquias del faraón. La mecha estaba prendida.
Previendo la magnitud que iba a alcanzar el flujo de préstamos, el Gobierno federal tomó ya en aquellos días una medida revolucionaria, promulgó el llamado Government Indemnity Scheme, que ofrecía a los prestamistas la garantía del Estado ante el posible robo o deterioro de sus piezas y ahorraba a los museos las millonarias pólizas de seguros. Una práctica que se extendió por ley a Europa y después a España en 1985, pero de la que tan solo se benefician los 17 museos nacionales y el Thyssen. Hoy es una de sus escasas armas para competir en la jungla de las exposiciones temporales. Solo en Reino Unido, los museos se ahorraron en 2014 casi 30 millones en pólizas con la garantía del Estado.
Sin embargo, 40 años después del primer fogonazo se comienza a hablar en el sector de “fatiga de préstamos”. Y se confeccionan listas de obras que, por su estado de conservación y carácter simbólico, no conviene que salgan del país, desde el Guernica, de Picasso, a Las meninas, de Velázquez. No es fácil frenar un préstamo. Por más que un informe de los conservadores lo desaconseje. No se pudo evitar el de las dos majas de Goya a Washington en 2002. Pesó más la diplomacia del arte. Aunque volaron en aviones separados. Ni tampoco parar el de La Libertad guiando al pueblo, de Delacroix, propiedad del Louvre, a China en 2014 por motivos político-comerciales; ni el de las esculturas del Partenón del British Museum a Rusia ese mismo año por razones diplomáticas.
Las presiones, incluso el chantaje político y emocional de los peticionarios hacia los propietarios, son cada vez más asfixiantes. Y con un nuevo elemento en el campo de juego al que es difícil sustraerse, el dinero. Algo inimaginable hace 20 años. Hubiera supuesto un sacrilegio. Las grandes instituciones museísticas se movían elegantemente en el terreno de la confianza, el prestigio y el altruismo. Hoy se vive un cambio de paradigma, que va de la idea de “préstamo” a la de “alquiler”, de “obra de arte” a “mercancía”, de “educación” a “superventas”.
En esa línea, Japón demanda obras de Vermeer (solo se conserva una treintena del autor) a millón por cuadro. Y algo similar ocurre con los de Van Gogh. A la práctica de pagar un alquiler se han sumado China y Australia. Y las grandes compañías cotizadas en bolsa. Abierta la veda, los museos más prestigiosos, escasos de financiación e inmersos en una espiral de gastos, empiezan a poner precio a sus préstamos. Lo hizo el Museo Picasso de París, con una gira mundial de su colección entre 2008 y 2013 por la que obtuvo 30 millones de euros para financiar la rehabilitación de su sede; lo hizo el Prado, en su gira australiana de 2012 (con la ayuda de la constructora Acciona, que intentaba posicionarse en Oceanía) con la que obtuvo dos millones de euros. Lo hace el Museo Reina Sofía, que ha ingresado un millón de euros cobrando un porcentaje de taquilla a ciertas instituciones prestatarias. Lo hace el Centro Pompidou, que cobra un millón de euros anuales a Málaga por los préstamos a su museo satélite en esa ciudad. Lo hacen muchas galerías y coleccionistas, que, asociados con las compañías de seguros, se llevan un porcentaje de las pólizas que los museos han de pagar por las obras. La consigna es hacer caja. Como sea. Cada uno busca su camino. El British Museum ingresa al año 15 millones de euros en concepto de consultoría al Museo Zayed de Abu Dabi. Y la Fundación Guggenheim, por sus franquicias de Bilbao, Abu Dabi y, quizá muy pronto, Helsinki. Y el caso más evidente del futuro inmediato son los más de mil millones de euros que cobrará el Louvre a su satélite de Abu Dabi en concepto del uso de su nombre, el préstamo de obra, la organización de exposiciones temporales y la asesoría durante 30 años. Ya es conocido como “el Louvre del Golfo”.
Hoy, al arte, a los grandes museos, a los mausoleos del siglo xix que lo atesoran, les toca competir con walt disney. Ser parques temáticos.
Llegado a este punto de imparable mercantilización, en Francia es el jefe del Estado quien ha de autorizar la salida de una obra estratégica de su territorio. Como ocurrió con el primer precedente de los blockbuster, el préstamo de la La Gioconda, de Leonardo da Vinci, a Estados Unidos en 1963. Una operación urdida entre la primera dama, Jacqueline Kennedy, y el novelista y ministro de Cultura André Malraux, tras un intenso flirteo intelectual, que fue autorizada por el presidente De Gaulle en contra de la opinión de los conservadores. Detrás estaba la diplomacia del arte. Y el orgullo de Francia. El cuadro viajó.
Medio siglo más tarde, el carrusel de la industria del arte debe seguir girando. El negocio mueve 50.000 millones de euros al año, contabiliza más de 55.000 museos en el mundo (el doble que en los noventa) y se aleja del ideal filantrópico y científico de la Ilustración (que inspiró a los museos nacionales) y se acerca al sector del entretenimiento. Millones de turistas ávidos de la experiencia única de contemplar muestras “irrepetibles” en los templos del saber universal: 850 millones de espectadores en Estados Unidos, 500 millones en China, 60 millones en España. Un millón desfilan por el Louvre cada mes; 30.000 a diario ante La Gioconda. Horas de colas hasta vislumbrar unos segundos el objeto de deseo. Algo que no se puede conseguir a golpe de clic. Es el valor de los museos en la era digital.
Hoy, al arte, y en concreto a los museos, a los mausoleos del XIX que lo atesoran, y que nacieron para reunir, guardar, cuidar, restaurar, aumentar e investigar una colección permanente al servicio de una élite, les toca competir con Walt Disney. Ser parques temáticos. El arte se ha democratizado y aproximado a la vida cotidiana. Es un objeto de consumo. Y cuanto más exclusivo y mediático sea el artista, mayor éxito de taquilla. Aunque se repitan hasta la saciedad los mismos ombres: Velázquez y Caravaggio; Kandinsky y Matisse; Bacon y Dalí; Warhol y Pollock; Koons y Basquiat.
Los expertos apuntan la fecha exacta del big bang del arte al servicio de la gente: 1977, con el nacimiento del Centro Pompidou, en París, el primer museo ideado para entretener a una audiencia millonaria en la ciudad con más turistas de la Tierra y, al tiempo, reivindicar esa capital como un polo del arte contemporáneo junto a Nueva York. Negocio, arte y política. La mezcla perfecta.
¿Pero cuál es en estos momentos la misión de un museo? El director del Prado, Miguel Zugaza, describe lo que debe ser su institución en el siglo XXI: “Tiene que conservar el patrimonio histórico que se le ha encomendado, como una herencia cultural e intelectual única, y ponerlo al servicio de la gente. Debemos tener el mejor equipo de restauración y conservación y convertir ese proceso intelectual en una experiencia para el visitante. La clave es acogerlo, educarle, que su visita sirva para algo. Antes el Prado hacía mejor lo primero, custodiar. Desde la ampliación, en 2007, nos hemos centrado en servir al ciudadano”. Para el jefe de colecciones del Museo de Bellas Artes de Bilbao, Javier Novo, “tiene que haber un equilibrio entre nuestra labor de conservación y de difusión. Una obra no puede correr riesgos”. Para el director del Reina Sofía, Manuel Borja-Villel, “todos queremos atraer gente; las obras no son nuestras, son de la humanidad, pero al turista hay que enseñarle a ver un museo, que obtenga de él afecto y conocimiento. Encaminarle. No engañarle. No darle una exposición de Leonardo sin leonardos para hacer taquilla. Queremos que venga a transitar por la historia. No queremos zombis”.
Desde los sesenta, el arte, a través de estas exposiciones explosivas, se ha convertido en un actor destacado de la política exterior. Una diplomacia paralela con la que los Estados muestran su influencia, incluso su colonialismo cultural; pulen su marca-país y practican relaciones subterráneas con Estados con los que sobre la mesa apenas se hablan, ya sean Irán, Rusia o China. Hay un tercer factor que está propiciando la avalancha de muestras millonarias y los préstamos que las alimentan, y que tiene como protagonistas a las galerías y coleccionistas que dejan obra para que se revalorice su precio (y el ego de sus propietarios). Y hay un último elemento que justifica la inflación de exposiciones sin fronteras: la obsesión de los museos por demostrar que juegan en primera división.
Es lo que Vicente Todolí, exdirector de la Tate Modern, en Londres, el museo contemporáneo más vibrante del planeta, denomina “la Ivy League de los museos”. Aunque detrás esté la cicatera filosofía del toma y daca. En el universo del arte nadie da nada por nada. Pueden ser 66 obras del Prado a cambio de 150 del Ermitage, en San Petersburgo; de goyas a cambio de impresionistas del Pushkin, en Moscú. O la promesa a la Frick Collection, en Nueva York, de que cuando necesite algo del Prado se tendrá en cuenta ese Vermeer que le dejó en 2003. Todolí explica cómo se fraguan esas operaciones: “Entre museos con grandes colecciones es más fácil, se funciona a base de intercambios que se concretan tiempo antes, para sortear el overbooking de peticiones. ‘Hoy por ti y mañana por mí’. El problema lo tiene el segundo círculo de museos, los medianos, sin gran cosa que prestar. Han de convencer a los propietarios de que la exposición que están organizando aporta una forma nueva de presentar la obra, menos canónica y ortodoxa. Más allá están los museos que, ante la caída de las subvenciones del Estado, alquilan colecciones completas a instituciones privadas. Y al final están los museos que se crean como satélites o franquicias de otros más prestigiosos y con gran cantidad de obra en la bodega (que es como tener jugadores en el banquillo) y pagan unos fees enormes a la casa madre, como el Louvre de Abu Dabi. Para mí estos son ovnis. Un museo tiene que tener raíces”.
Para competir, para seguir en la división de honor, un museo no solo tiene que contar con una gran historia a sus espaldas y una brillante colección entre sus muros; tiene que ponerla en valor. Bruñirla. Combinarla y recombinarla, y cruzarla y otorgarle diferentes escenografías. Y mantenerla en perfecto estado. Se trata de darle un nuevo sentido cada cierto tiempo para seducir al visitante. Y eso se logra a través de las muestras temporales que mezclan fondos propios con otros prestados. Y en tiempo de crisis, sacando del armario material olvidado y dándole una vuelta, haciéndolo más sexy, una práctica que bien producida puede resultar un éxito de taquilla. Sería el caso de la exposición del Prado La belleza encerrada, en 2013, ideada y dirigida por Manuela Mena (una de las referencias del museo), que consiguió medio millón de visitantes sin gastarse un euro tirando de 281 cuadros casi olvidados. Los fondos permanentes son clave a la hora de fidelizar al público; son el alma de la institución, lo que perdura. Algo que no siempre se tiene patente, porque las temporales, con su fanfarria mercadotécnica, están eclipsando a las permanentes. Dentro de algunos museos se vive una competencia desleal con ellos mismos.
En esta carrera por el favor del público, los grandes museos tienen que seguir adquiriendo obra; nutriendo su fondo de armario; provocando titulares. Y programando blockbusters, algo difícil por menos de dos millones de euros dado el elevado precio de las primas de seguros (a partir del 11-S) y los carísimos importes de los transportes. La suma de esos dos conceptos consume hasta dos tercios del presupuesto de una exposición. Y además los museos tienen que albergar restaurantes con estrella, y boutiques de moda, y servicios para todos los públicos, y un amplio despliegue tecnológico, y salas mejor climatizadas, y complejos talleres de restauración. E ir pensando en la siguiente ampliación a cargo de un arquitecto estrella. Y eso supone mucho dinero. Pero desde la crisis económica tienen sus arcas (las que se llenaban con los millones del Estado y el mecenazgo) vacías. Borja-Villel, del Reina Sofía, reconoce que cuenta con “un 45% menos de presupuesto” que antes de la crisis. Por su parte, el Prado ya solo se financia en un 30% con dinero público. El resto, según Zugaza, se obtiene “gracias al ciudadano que paga su entrada; al apoyo de la sociedad civil a través de 33.000 amigos del museo; de los eventos que contratan empresas privadas. Y de benefactores como BBVA o AXA, que se turnan en la financiación de las grandes exposiciones, y de Iberdrola en programas de restauración e iluminado. Lo ideal sería contar con un presupuesto al 50% público/privado, como ocurre en el Louvre”.
La paradoja es que, mientras los grandes museos nacionales pasan penurias, el arte en manos privadas ha triplicado por tres su precio en la última década (posiblemente en su calidad de valor refugio para las grandes fortunas). Y las grandes galerías, Gagosian, Pace, Hauser & Wirth, Zwirner (que, al contrario que los museos, tienen un ánimo de lucro), comienzan a ser una presencia más poderosa, activa y excitante en el show business. Y con obra siempre fresca. La de sus propios fondos y los artistas que representan, y la de los coleccionistas para los que trabajan. Juan Ignacio Vidarte, director del Guggenheim de Bilbao, confiesa que desde la crisis su museo no ha podido ampliar la colección, que inició en 1997 y que cuenta con 130 piezas, de Rothko a Twombly o Koons. Mientras el Guggenheim atraviesa el desierto (logra organizar sus grandes exposiciones anuales gracias a Iberdrola), Damien Hirst se ha convertido en el artista más rico de la historia especulando con su obra e invirtiendo en restaurantes de moda. Y las galerías se hacen cargo de las facturas de las fiestas de inauguración de las temporales de los museos a los que dejan obra para lanzarla al estrellato y calentarla en el mercado. Algo que también hacen los grupos del lujo mundial (Cartier, LVMH, Kering), con museos propios y colecciones que comienzan a eclipsar a las de instituciones con siglos de historia.
Cada color de las cajas de madera que reposan en la sala 203 del Guggenheim, cada pantone, corresponde a un museo, una galería, un coleccionista. Es su firma. Las grises son del Prado; las fucsia, del Guggenheim; las naranjas, del Reina Sofía; las amarillas, de la Tate; las burdeos, del Bellas Artes de Bilbao. Están perfectamente alineadas. Ni se rozan. Por contrato (los denominados loan form), tienen que estar colocadas en posición vertical; permanecer en las bodegas del avión en la dirección del vuelo; ser transportadas en un tráiler que incorpore un estricto control de temperatura; no viajar en un mismo camión con obras cuyo valor total sea superior al que se haya consignado en el seguro para cada vehículo (entre 50 y 100 millones de euros); ser manipuladas por profesionales; estar vigiladas las 24 horas del día, y tener unos dispositivos que avisen de posibles golpes y de un eventual almacenamiento en horizontal. Algunas son monitorizadas por control remoto. Sobre su tapa figura el nombre del propietario de la obra que viaja en su interior, primorosamente forrada con fieltro o poliestireno, y embalada en un lecho a medida entre media docena de capas que la aíslan de los cambios de temperatura y humedad y la amortiguan frente a golpes y vibraciones. Al final, las tapas son atornilladas hasta conseguir un hermetismo total. De un vistazo es posible comprobar que sus propietarios son prestigiosos museos, apellidos millonarios, legado de artistas y sofisticadas galerías. El poder del arte en estado puro. En algunos casos, el remitente (un coleccionista privado) solo responde a un código: por contrato, nadie debe saber a quién pertenece. Se dan dos razones para ese anonimato: motivos de seguridad y que los dueños no reciban un aluvión de peticiones de préstamo de todos los museos del mundo víctimas de la bulimia de exposiciones temporales.
El valor del seguro del contenido de este centenar de cajas inofensivas y multicolores como un Lego está por encima de los mil millones de euros. Una cifra difícil de superar. Pulveriza, por ejemplo, los 700 millones del seguro de las obras de El Bosco que han estado expuestas en el Prado o los 500 millones de la de Renoir que se inaugurará en el Thyssen. Son cofres del tesoro. Atesoran en su vientre joyas irrepetibles que recorren cuatro siglos. Medio centenar de cuadros de Francis Bacon y 40 más de artistas que le inspiraron (desde El Greco y Velázquez hasta Goya, Gris, Ribera, Murillo o Toulouse-Lautrec) que esta semana quedarán expuestos en el Guggenheim de Bilbao. En el momento en que sean colgados en estas inmensas paredes blancas y se abran las puertas de la muestra Francis Bacon: de Picasso a Velázquez culminará un complejo proceso que se inició hace dos años, cuando el equipo de programación del museo presentó la idea a su director y este al patronato. Y se dio la salida. En el caso de la exposición del quinto centenario de El Bosco en el Prado, la preparación se prolongó a lo largo de 10 años de negociaciones, contratos y letra muy pequeña.
El valor del seguro del contenido de este centenar de cajas inofensivas y multicolores está por encima de los mil millones de euros.
No hace tanto, el paisaje del arte era muy diferente. Lucía Agirre, conservadora del Guggenheim e impulsora junto al subdirector de contenidos artísticos, Daniel Vega, del proyecto de Francis Bacon, relata cómo en los cincuenta le pidieron al pintor Mark Rothko obra para una exposición en Chicago, “y fue directo a su taller, cogió un montón de lienzos, los enrolló, los metió en un camión y los envió sin ningún tipo de protección. Todo se ha profesionalizado. Hay muchas exposiciones temporales y mucha obra girando, y todo se ha perfeccionado, especialmente en cuanto a las peticiones, el transporte y los seguros. Y eso va en beneficio de la obra”.
El mundo del arte ha experimentado una profunda metamorfosis. Las estrellas ya no son los artistas, sino los comisarios, los coleccionistas, los galeristas. Se habla más de managers que de conservadores. Los museos nacionales, los santuarios del arte, tienen menos presupuesto que muchas galerías y para sobrevivir en la jungla de blockbusters han comenzado a trabajar en red con otros museos, coproducir y compartir gastos; a alquilar su obra, su espacio, su nombre y su conocimiento; a participar en los ingresos de taquilla de los prestatarios; a pelearse por el dinero de los mecenas y las marcas. Al final, Andy Warhol, el artista que mejor entendió y cultivó la naturaleza comercial del arte contemporáneo, tuvo razón en esta frase lapidaria: “Un día, los grandes almacenes serán museos, y los museos, grandes almacenes”.
Juan Abelló, coleccionista: “Presto obras de arte por amor a la belleza y el arte”
Abelló no tiene miedo a dar la cara. El financiero, propietario de la mejor colección privada de España, con más de 500 obras que recorren la historia del arte, desde Canaletto y Murillo hasta una docena de picassos y un par de grandes bacons, es uno de los pocos coleccionistas que presta cuadros y además da su nombre. Dos de sus piezas maestras, un cuadro de Juan Gris y otro de Bacon, podrán contemplarse en la muestra del Guggenheim.
¿Por qué colecciona arte? Mi padre, que ya lo hacía, me inculcó la afición. En aquella época se coleccionaba de otra manera. Hoy se realiza de forma más sistemática y profesional, con un estudio previo de la obra y su autor, época, estado de conservación y procedencia.
¿Tiene una finalidad material o solamente espiritual? Lo hago por amor a la estética, a la belleza.
¿Cómo decide dejar una obra para una exposición? Los préstamos se analizan de forma minuciosa. Cuando decido ceder una obra, estudio la calidad de la exposición, la ubicación de la obra en la misma, las condiciones ambientales, de seguridad, de manipulación y transporte, además de la ciudad.
¿Cuántas veces ha dejado una obra? ¿Es una decisión personal? No lo recuerdo, pero puedo decir que muchas y a lo largo de más de 30 años. Somos mi mujer y yo quienes decidimos si hacerlo o no, aunque procuramos prestar todo lo que nos piden siempre que se respeten las condiciones mínimas.
¿De qué préstamos está más orgulloso? De la tabla El bautismo de Cristo, de Juan de Flandes, a Europalia 85.
¿Qué siente cuando la deja? ¿Llega a deprimirse o temer por su seguridad? Siento satisfacción al colaborar con la exposición de obras de arte al público en general que de otra manera no las podría contemplar.
¿Recibe algún retorno económico? No.
¿Ha tenido alguna vez algún problema? No.
¿Lo hace por altruismo o por vanidad? Ni lo uno ni lo otro. Considero importante promover la afición al arte, despertando el interés de la gente mediante la posibilidad de ver obras de propiedad privada en museos donde cualquiera que tenga curiosidad las pueda visitar.
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