La batalla por la salud en Etiopía
A pesar de ser uno de los países más pobres del mundo, Etiopía hace frente a la mortalidad infantil a través de programas sociales
A unos 80 kilómetros de Addis Abeba, capital de Etiopía, se encuentra la aldea de Germama. Una casa hecha de barro y paja, con las paredes cubiertas por una fina capa de uralita para protegerla de las lluvias y el viento, indica el principio de la población en la que viven alrededor de 150 familias en casas desperdigadas por la campiña entre campos de teff, un cereal de grano muy pequeño y color marrón oscuro, que se cultiva desde hace más de 5.000 años en el país, del que es originario. En esa casucha descolorida al borde del camino trabaja Hana Alemu. Hana es trabajadora del Programa de Extensión Sanitaria, una idea llevada a cabo por Etiopía que se ha llevado uno de los mayores aplausos de la comunidad internacional. Esos pequeños puestos de salud, que atienden a una población de no más de 1.000 personas en las zonas más apartadas, dependientes de centros con mayores recursos en poblaciones más grandes, y que a su vez dan cobertura a una media de 25.000 personas, son los responsables de llegar a los más desfavorecidos, a los más apartados de la sociedad.
Addis Abeba es hoy una ciudad moderna, la capital de un país cuyo PIB crece a un vertiginoso ritmo de más del 10% anual y que se ha multiplicado casi por ocho pasando de 7.350 millones de euros en el año 2000 a 54.860 millones en 2015. Infraestructuras, tranvía, coches de lujo… Sin embargo, el 39% de la población etíope sobrevive con menos de 1,90 dólares al día y está entre los 20 países más pobres del mundo según el Banco Mundial. Al salir de la capital y tras adentrarse en los caminos y en la Etiopía rural, la realidad es mucho más cruda. Se sigue sembrando como hace cientos de años, con bueyes, las condiciones de salubridad son todavía muy precarias y la información no siempre llega a los recónditos lugares donde vive mucha de la gente del país. La gente que no disfruta del nuevo y anacrónico tranvía o de las autopistas asfaltadas, tiene una gran deficiencia de recursos.
Aún así, y haciendo frente a toda esta maraña de dificultades, el sistema de salud ha logrado reducir en cerca de un 70% la mortalidad infantil en 20 años según el informe A Promise Renewed de Unicef. En 1990, se estima que 205 niños de cada 1.000 en Etiopía morían antes de cumplir los cinco años; sólo seis países tenían peores datos. Los últimos datos muestran que en 2015 la tasa había descendido a 59. Aún así, los números siguen siendo demasiado altos para los objetivos con los que trabajan los organismos internacionales de alrededor 30 muertes de menores de cinco años por cada 1.000 habitantes.
El PIB de Etiopía se ha multiplicado por ocho en 15 años, pero un 39% de la población sobrevive con menos
“Es un camino difícil en el que queda mucho por hacer, pero es el buen camino, sin duda, el programa de extensión sanitaria es una pieza fundamental para la educación en materia de salud de toda la población etíope”, asevera Nathaniel Kaye, responsable de relaciones públicas del Hospital St. Paul de Addis Abeba. “Implementar un sistema donde la tasa de analfabetismo es todavía muy elevada en las zonas rurales es una odisea”, cuenta Christian Tadele, experto en salud pública del programa de extensión sanitaria y del directorio del sistema de salud primario del Ministerio de Salud. Porque, hasta que aquel doctor llamado Tedros Adhanom empezó a implementar este sistema como ministro de sanidad (2005-2012), Etiopía sangraba, lloraba muertes evitables por decenas de hasta 145 por cada 1.000 habitantes en el año 2000. Aquel sistema sigue hoy vigente a pesar de haber cambiado la cartera por la de Asuntos Exteriores.
“Nos centramos en enseñar las reglas básicas de un comportamiento saludable y responsable en sociedad, desde lavarse las manos después de pasar por el baño, hasta la concienciación del uso de anticonceptivos y de la importancia de dar a luz en un centro con garantías” cuenta Hana Alemu, trabajadora del Programa de Extensión Sanitaria en el terreno, en la pequeña población de Germama. Hana lleva casi ocho años en este pequeño puesto y ha visto cómo los habitantes de la aldea han ido aceptando nuevas reglas de convivencia. “La gente viene, se interesa… es una institución establecida en la comunidad y muy respetada”.
Pero alguien ha de encargarse de la tarea de la educación a diario, ya que cada cierto tiempo, generalmente una vez cada dos o tres meses, los trabajadores del Ministerio de Salud vienen a comprobar si los pequeños están vacunados, si las condiciones de salubridad son buenas y si las acciones están funcionando correctamente.
La “madre” del pueblo de Germama, Lomi Dechasa, se encarga de difundir toda aquella información que se le ha transmitido desde el Ministerio. Un solo libro con dibujos para saber qué hacer en casos de embarazo, vacunaciones, golpes o higiene es el instrumento con el que cuenta para explicar al resto de sus conciudadanos las reglas básicas de higiene y salubridad. Es ella la que se hace respetar, la autoridad de la aldea. Ella misma ha pregonado con el ejemplo. A sus 36 años tiene tres hijos, cuando la media en los años noventa estaba alrededor de ocho hijos por madre a esa edad y 5,23 según datos de Indexmundi. “Me gusta dedicarme a esto y creo que es muy importante seguir las recomendaciones de higiene, estamos muy orgullosos de haber hecho nuestro propio baño. Los niños se lavan las manos antes de comer, aprenden rápido”, dice Lomi con una sonrisa orgullosa al descubrir el discreto pero apañado servicio fuera de la casa.
Una letrina puede parecer algo muy simple, pero es un cambio enorme en granjas donde la falta de servicios solía causar multitud de enfermedades, muchas de ellas potencialmente fatales
Una letrina puede parecer algo muy simple, pero es un cambio enorme en granjas donde la falta de servicios solía causar multitud de enfermedades, muchas de ellas potencialmente fatales.
Mucho ha cambiado la manera en que las mujeres, antes obligadas a hacer sus necesidades durante la noche y fuera de la vista de cualquier persona, han tomado conciencia de su papel en la sociedad. No sin dificultad, las sociedades rurales van interiorizando la necesidad de apartarse de ciertos ritos tradicionales y de establecer un protocolo de higiene. “Poco a poco conseguimos que la población entienda que es más importante la salud que muchas tradiciones, pero las hay muy arraigadas y los cambios no suelen ser muy bien recibidos al principio”, dice Christian Tadele mientras comprueba algunos datos en el puesto de salud al pie del camino que pasa por la aldea.
El sistema de respeto es crucial en estas pequeñas poblaciones y Lomi actúa como juez y parte, como piedra angular de un sistema de por sí muy precario. Una reunión a la semana y la inclusión de datos cada día para elaborar una precaria base de datos en papel, es todo aquello con lo que cuentan estos habitantes, ayudados por los 38.000 trabajadores entrenados desde el Ministerio de Salud y repartidos por toda la geografía nacional para agilizar y proveer de los cuidados necesarios en materia de salubridad, vacunaciones, planificación familiar y prevención de enfermedades entre otros.
“Cuando era un chaval, era normal que en la misma clase un compañero desfalleciera por culpa de la malaria, se derrumbaba encima del pupitre de repente. Mi hermana murió con cinco años víctima de ella –relata con los ojos perdidos Christian–. Si este sistema hubiera estado en marcha entonces, ella estaría viva”.
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