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Terrazas que quitan el hambre

Etiopía está desarrollando en los últimos años un sistema modélico de rehabilitación de la tierra que mejora el acceso a los alimentos de miles de ciudadanos

Pablo Linde
Campos rehabilitados junto a la aldea de Raya Azebo (Tigray, Etiopía).
Campos rehabilitados junto a la aldea de Raya Azebo (Tigray, Etiopía).Thomas Imo (GIZ)

En Alage, un poblado del norte de Etiopía donde el abastecimiento de agua para el ganado es casi más importante que el humano, saben bien que la tierra para ellos equivale a la vida. Las líneas de alta tensión que abastecen al pueblo vecino no llegan a esta aldea de 326 casas. Sin embargo, el suministro eléctrico o las canalizaciones no son prioridades para Tadelle Gebretsadik, un campesino de 44 años que sobrevivió a las terribles hambrunas de los años ochenta, aquellas que dibujaron la imagen de niños famélicos en las mentes primermundistas al mencionar a su país; las que, junto a la guerra civil, dejaron en el camino a buena parte de su generación. "Preferiríamos tener un sistema de regadío para no depender de las lluvias", reflexiona.

La Etiopía de hoy crece deprisa y —seguramente a menor ritmo— va arrinconando al hambre, aunque la sequía de este año lo está poniendo muy difícil. La seguridad alimentaria —que sería algo así como estar seguro de que al día siguiente se comerá— es una realidad para la mayoría de la población, aunque un 6% (alrededor de 5,6 millones de personas) sigue en emergencia crónica y requiere ayuda para contar con un plato en la mesa cada día. Cuando la época de lluvias es floja, como ha ocurrido con la que terminó el pasado septiembre, la cifra se multiplica por dos, según explica Johannes Shoeneberger, responsable de agricultura en el país del Departamento de Cooperación Internacional de Alemania (GIZ, por sus siglas en alemán).

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Hasta hace un par de años, ni siquiera buenas lluvias libraban necesariamente de las penurias a los habitantes de Alage. Las montañas que rodean a este asentamiento y a otros centenares similares de la región de Tigray, antaño plagadas de árboles y vegetación que retenían el agua, fueron arrasados hace décadas por las necesidades de una población creciente que necesitaba madera para su subsistencia. También el sotobosque quedó mermado por un ganado que campaba a sus anchas para buscar comida en cualquier rincón al que pudiera acceder. En los últimos años, la degradación de la tierra crecía a un ritmo de unas 30.000 hectáreas anuales, según datos del Ministerio de Agricultura.

Así, en lugar de llegar suavemente a lo largo de los meses subsiguientes a los campos de cereales de las laderas, las lluvias provocaban torrentes esporádicos que más que ayudar a las plantaciones a crecer, las arrasaba, arruinando a menudo las cosechas.

A principios de este siglo el Gobierno etíope se decidió a darle la vuelta a esta situación. El plan Gestión Sostenible de la Tierra (SLM, por sus siglas en inglés) pretendía involucrar a los lugareños para rehabilitar sus propias montañas, reducir la degradación del campo y mejorar la productividad agrícola. Puso en marcha esta estrategia apoyada por sus socios de desarrollo, principalmente el Banco Mundial, el GIZ, la Unión Europea y Canadá, que han invertido 60,1 millones de euros para regenerar las tierras de cultivo. Desde que comenzó el programa, en 2008, se han rehabilitado 180.000 hectáreas (datos de 2014) de tierra degradada en tres regiones —incluida Tigray—, la irrigación ha llegado a 2.000 hectáreas y el plan ha beneficiado a 262.000 hogares, alrededor de 1,5 millones de personas, apunta el GIZ.

Aunque se avanza en seguridad alimentaria, un 6% de la población sigue en emergencia crónica, cifra que se llega a doblar con sequías como la que azota el país

Esta experiencia puede servir como modelo a otras zonas similares, incluso a países con condiciones parecidas a las de las partes montañosas de Etiopía. Como la repoblación forestal es un objetivo caro y casi inalcanzable, la solución consiste, resumidamente, en terracear las laderas para que los escalones vayan conteniendo el agua que cae del cielo y la suministren a las partes bajas de forma paulatina y suave, en lugar de torrencialmente, como estaba ocurriendo hasta ahora. También pasa por agrupar al ganado en zonas parceladas para que no paste sin control acabando con la vegetación.

Esto último no fue fácil. Los campesinos de la zona, que tenían en los animales a una de sus principales fuentes de ingresos, veían con muy malos ojos la idea de confinarlos. Frente a la abstracta proyección de rehabilitar las tierras para mejores productividades futuras, veían amenazada su forma de subsistencia presente. Conscientes del problema, lo primero que hicieron los responsables del SLM fue escoger a una persona en cada poblado para que sirviese como asesora local. Las llevaron a otras experiencias similares y les enseñaron todo lo que había que saber sobre la rehabilitación de los terrenos y sus beneficios, de forma que después transmitiesen a su propia gente los conocimientos recibidos. Adanech Kiros, facilitadora comunitaria de 25 años, fue la encargada de llevar estos aprendizajes a Alage, el pueblo sin agua corriente ni electricidad que ansía un sistema de regadío. “Tuvimos que dedicar mucho tiempo a hablar con los vecinos. Nos reuníamos, hacíamos foros… Cuando convencimos de que la rehabilitación y el confinamiento del ganado eran lo mejor para el futuro del pueblo, nos comenzamos a organizar para llevar a cabo la tarea”, explica.

Las rehabilitaciones de tierra se hacen en comunidad. El Gobierno etíope, un régimen de tinte comunista que deja poco margen a la libertad de expresión, se “legitima por su apuesta por el desarrollo”, en palabras de Francisco Carreras, responsable de cooperación de la Unión Europea en el país. A los agricultores de la zona les impone como tasa el trabajo gratuito de 20 o 30 días anuales en las tierras, de forma que las aportaciones extranjeras van a parar principalmente a asistencia técnica, como la que proporcionan los socios de desarrollo del Gobierno, y en materiales, pero no en mano de obra, que proviene de la propia comunidad. “Es también una forma de implicarles, de hacerles partícipes de su propia mejora. Esto no se trata de gente que viene de fuera a hacer una infraestructura, es un cambio de la mano del pueblo que tiene que ser constante en el tiempo”, asegura Shoeneberger.

El Gobierno presenta orgulloso sus resultados y muchos de los cooperantes y asesores extranjeros que trabajan con él explican que el desarrollo y la estabilidad que Etiopía presta en una zona turbulenta, son prioritarios frente a este gobierno censor, que con frecuencia arresta a quienes publican opiniones contrarias al régimen. “¿Crees que esta gente, que acaba de contar con regadío para sus tierras y ya no dependen de las lluvias está muy preocupada por la libertad de expresión?”, se pregunta un trabajador internacional frente a una plantación de mangos y papayas que, además de la subsistencia, permite la venta y el ahorro de quienes han comenzado a cultivarlos.

El crecimiento de la población y la deforestación dejaron las montañas arrasadas, lo que perjudica a las cosechas

Lo que antes era una zanja baldía por donde corría el agua que llegaba en torrente desde las montañas, hoy se parece más a una especie de bosque tropical. El agua sigue llegando, pero de forma ordenada gracias a un sistema de regadío que la distribuye gratuitamente a los campos de Raya Acebo, un poblado cercano a Alage. Atsbeha Abadi, de 45 años, cultiva estas tierras fértiles desde hace siete años. Al principio, cuenta, fue todo trabajo sin retorno, pero tras las primeras temporadas su labor comenzó a dar frutos y ahora consigue incluso ahorrar un dinero, algo impensable para él hace poco. Era uno de los muchos sin tierra de la región. En realidad, nadie es propietario de sus terrenos; el Gobierno hace concesiones de 100 años de las parcelas, que tienen una media de algo más de media hectárea y suelen ser eminentemente destinadas a la subsistencia. Pero la tierra fértil disminuyó al mismo ritmo que la población crecía (casi se ha multiplicado por tres en 40 años), así que no todos los hijos de los campesinos podían ser propietarios y se habían de contentar con hacer jornales en las de otros.

El SLM viene acompañado de otras actuaciones. Es un plan integral que fomenta también la educación de la población, su acceso a las ciudades (que está también controlado por el Gobierno), la industrialización y la planificación familiar. “En mi época esto no existía”, ríe Gebretsadik, que tiene ocho hijos. “Ellos estudian y casi ninguno se quiere quedar en el campo, aunque es casi mejor, porque todos no pueden vivir de estas tierras”, reflexiona.

Los jóvenes que no han podido o querido irse a las urbes buscan con la rehabilitación de los terrenos sus propios espacios. En tierras cada vez más escarpadas, las que antiguamente no se usaban para la agricultura —de la que viven el 80% de los etíopes— hacen sus propios terrenos. Berhe Yirga, de 30 años, ha montado algo parecido a una cooperativa con una veintena de personas de Mahoni, otro poblado de Tigray, para aprovechar los conocimientos que han adquirido en la rehabilitación de terrenos y plantar frutales en una colina que estaba en desuso. De esta forma, pasan de ser sin tierra a buscar la prosperidad.

El ministro de Agricultura, Ato Sileshi Getahun, saca pecho cuando explica los resultados de su iniciativa: “La gente que era pobre lo asumía como un castigo divino y pensaba que nada podía cambiar; estaban convencidos de que ese era su destino. Pero ahora comprueban que sí es posible mejorar en la vida”. Según su punto de vista, este plan no tiene fin. “No puede tenerlo, ahora además nos enfrentamos al cambio climático, con lo que el plan tiene que seguir progresando. Hemos cambiando nuestra mentalidad. Antes cuando se programaba algo así tenía un vencimiento. Tenemos que seguir trabajando, no ya solo en rehabilitar las tierras, sino en crear una industria en torno a ellas y, una vez asegurada nuestra seguridad alimentaria, exportar comida a nuestros vecinos".

Para conseguir este objetivo, todavía tienen que expandirse los sistemas de regadío que permitan hacer proliferar los frutales o propiciar dos cosechas anuales (sin ellos solo es posible una). Quizás, para entonces, ya llegue electricidad a la casa de Gebretsadik, aunque él prefiere contar con la irrigación de sus tierras antes de eso.

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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