Cada uno en su rutina
HE AQUÍ uno de los famosos tranvías de Lisboa con gente dentro, como un autobús de juguete con sus señoras y señores pequeñitos. Estuve en Lisboa, pero me limité a verlos por fuera y me parecieron bien. Cuando me invitaron a subir dije que no por vergüenza, como si me estuvieran invitando a subir al tiovivo. No tengo edad para el tiovivo, ni para los tranvías de Lisboa. La señora de la ventanilla de la derecha, tampoco, pero ella no se ha subido por diversión, sino para ir al mercado, o para volver de él. Es la diferencia entre encender la chimenea porque te da gusto ver el fuego o porque tienes frío. El señor de la ventanilla de detrás podría ser un turista, quizá va contestando un wasap, o enviando a su madre una fotografía que acaba de sacar. El móvil es un competidor furioso del paisaje.
En los tranvías de Lisboa hay mucha mezcla de necesidad y placer. Ocurre con todo lo pintoresco. Un rico europeo visita las favelas de Brasil, por poner un ejemplo, y disfruta del cromatismo que para el autóctono constituye un infierno de colores. No es que el rico europeo disfrute por maldad, sino por una especie de tic, un tropismo, diríamos.
–Fui a las favelas –cuenta al regreso–. ¡Hay que verlas!
Pero ahora estamos en Lisboa, cautivados por esta imagen que tiene un secreto con el que no acabamos de dar. Quizá resida en el hecho de que la señora, que es de allí, va con la mirada perdida en la contemplación de las calles, mientras que el señor de las gafas oscuras, que viene de afuera, parece pendiente del teléfono. Cada uno en sus rutinas y Dios en las de todos.
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