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MIRADOR
Columna
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Leningrado

Nuestros líderes políticos mundiales harían bien, pese a ello, en poner de fondo la célebre sinfonía de Shostakóvich en sus reuniones

Julio Llamazares
Asamblea General de la ONU en Nueva York
Asamblea General de la ONU en Nueva YorkJASON SZENES (EFE)

Escuché este verano en Oviedo, interpretada por la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias y la Oviedo Filarmonía dirigidas por Pedro Halffter, la famosa Sinfonía número 7 de Shostakóvich, popularmente conocida como Leningrado por haberse estrenado en esa ciudad rusa durante su asedio por las tropas nazis. La historia cuenta que, cuando el hambre hacía estragos ya entre los habitantes de la ciudad, obligados a comer, a falta de otros alimentos, perros, gatos, caballos, hojas cocidas y hasta la basura misma, el director de orquesta Karl Eliasberg convocó a los músicos supervivientes de la ciudad para interpretar la obra que Shostakóvich había compuesto en medio de aquella tragedia. Apenas se presentaron quince, hambrientos y casi sin fuerzas para tocar unos instrumentos que requerían de toda su energía, pues la Sinfonía número 7 de Shostakóvich es una de las más difíciles y más costosas de interpretar. Al final, el director Eliasberg logró su objetivo y la música del compositor soviético sonó en todo Leningrado, incluidas las líneas del cerco alemán merced a los altavoces que las autoridades de la ciudad colocaron apuntando a ellas.

La historia recuerda otros conciertos celebrados en circunstancias parecidas por directores de orquesta empeñados en combatir el odio con la música, y nos devuelve imágenes de la memoria negra del siglo XX europeo al tiempo que nos enfrenta a las que ahora mismo están ocurriendo en Alepo y en otras ciudades sirias y en lugares remotos de África y Asia. Y es que las guerras y el hambre no se acabaron el siglo anterior; al revés, se reproducen en este por todo el planeta sin que la humanidad logre terminar con ellas. Así, que la música, la literatura, el cine, el arte en cualquiera de sus manifestaciones, pretendan avanzar en su desaparición no deja de ser una quimera, un sueño utópico de algunas personas empeñadas en combatir la violencia y el odio con otras armas distintas de las tradicionales. Mientras la humanidad no salga de la caverna, mientras las religiones sigan mandando sobre la política, mientras los nacionalismos y la civilización tribal sigan siendo los ejes de nuestra cultura, la barbarie continuará siendo el lenguaje universal de los hombres y la música no alcanzará a acallar el ruido de las guerras ni a saciar el hambre de esas personas que, como aquellos músicos de Leningrado, a lo único que aspiran es a sobrevivir. Nuestros líderes políticos mundiales harían bien, pese a ello, en poner de fondo la célebre sinfonía de Shostakóvich en sus reuniones mientras deliberan, como esta semana en la ONU, sobre qué hacer con los refugiados que huyen de los Leningrados de hoy. A lo mejor a alguno le recuerda algo.

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