Estocolmo, en tiempos de luz
AUNQUE SE HUYA del tópico banal que descubre réplicas venecianas en cualquier espacio de confluencia entre lo fluvial y lo urbano, uno encuentra los cielos y aguas que pintó Canaletto en la estampa de este Estocolmo de sandalias y pantalón corto. Desde el promontorio del barrio de Södermalm, la ciudad se exhibe coloreada de una potente luz amarilla enmarcada con las bandas azules celeste y marino. Brillan las fachadas de los edificios esmaltadas por el sol, los veleros que cabecean en los embarcaderos y los jardines que tamizan el archipiélago de las 14 islas; brillan el agua y el cielo en un juego de espejos cambiante por el deambular de nubes deshilachadas. El efecto es de una belleza deslumbrante, eufórica, que empuja a sumergirse en el corazón de la ciudad.
Para este viajero, Estocolmo debía haber sido el broche final de una aventura ciclista por los fiordos noruegos, pero, como ocurre con demasiada frecuencia, son las compañías aéreas las que tienen la última palabra. En lugar de aterrizar en el aeropuerto acordado y acometer la ruta montañera sobre los abismos marinos, entre glaciares y cascadas, las bicicletas emprendieron una disparatada travesía aérea por Escandinavia de la mano de Air Norwegian y no aparecieron hasta cinco días más tarde, una vez arruinada ya la expedición.
Sentado a la terraza de uno de los bares de Gamla Stan, el islote núcleo fundacional de la ciudad, uno casi llega a felicitarse del obligado cambio de planes, a la vista de la dulce placidez ambiental y de la jovialidad que se respira en las calles. El tiempo empeorará, previsiblemente, las semanas siguientes y la ciudad no será la misma cuando se clausure esta excepcional ventana climatológica de cielo despejado y 24 grados.
Me pregunto de dónde salen los personajes malvados y atormentados de la saga Millennium.
La imagen que mejor interpreta el momento es la que, tanto de día como de noche, retrata a centenares de suecos tomando el sol en la terraza de gradas escalonadas contigua al hotel Hilton que semeja un anfiteatro volcado al horizonte. Ojos cerrados y cuerpos entregados en actitud oferente; se diría que rinden culto al astro rey, mientras hacen acopio del sol para el día en que el viento polar regrese decidido a congelarlo todo.
Estocolmo en verano es la fiesta general largamente esperada, una celebración que se manifiesta en la exaltación de la música y las flores; en el uso masivo de la bicicleta y el flujo continuo de embarcaciones que navegan por el Báltico o maniobran en el lago Mälaren; en las barbacoas organizadas en los extensos y ajardinados patios vecinales; en los rostros relajados de sus habitantes, tan educados y afables. Me pregunto, candorosamente, de dónde salen los personajes malvados y atormentados que pueblan la exitosa saga Millennium de Stieg Larsson. ¿Surgen de las largas noches invernales, de la depresión y frustración provocadas por la falta de luz?
Los habitantes de Södermalm, el barrio ecléctico y algo bohemio donde Larsson vivió y situó a sus personajes, parecen tan corteses como el resto, aunque, puede que algo cansados ya del desfile de gentes que quieren conocer la casa del escritor y periodista, el Kaffebar en el que se citaban Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander, el local de la revista…, Stieg Larsson, ha abierto una ocurrente ruta turística que permite revivir su obra en las calles de Estocolmo; pero hay otros autores, como Henning Mankell y Camilla Läckberg, que dejaron antes su impronta en la novela negra e hicieron honor a la declarada pasión sueca por la literatura.
Camino del Museo del Nobel, en Gamla Stan, sobre el mortificante empedrado de las callejuelas –también aquí cubren el suelo con guijarros y adoquines para hacer rústico antiguo y medieval–, pienso que los académicos suecos estarán en estos momentos volcados en la lectura intensiva de las obras completas de los cinco candidatos seleccionados para el premio de este año. Supongo que fue la mala conciencia, vistos los devastadores efectos del uso militar de su invento, la dinamita, la que llevó al millonario Alfred Nobel a instaurar sus premios.
Aunque la fórmula del 30% de agua / 30% de verde es consustancial al archipiélago sobre el que se desparrama esta ciudad de 790.000 almas, 2,1 millones en su área metropolitana, es aquí, probablemente, en la denominada “ciudad entre los puentes”, en medio de estos edificios pintorescos de cálidos colores levantados en los siglos XVII y XVIII, donde mejor se aprecia el éxito de la receta. El Palacio Real sale al paso del visitante envuelto en su magnificencia barroca, luciendo sus dimensiones (siete plantas, 608 habitaciones) y rindiendo tributo, cómo no, al gusto turístico por el espectáculo teatral del cambio de guardia. Pero, visitada también la catedral luterana de San Nicolás, la más antigua de la ciudad, la mirada se posa inevitablemente al otro lado del lago, en la silueta del ayuntamiento, “la casa de la ciudad”, exponente máximo del romanticismo nacional sueco. Imposible resistirse a la atracción de esa gran pieza roja compacta de ocho millones de ladrillos refulgentes al sol.
A estas horas, el aroma de la bollería fina con canela o cardamomo predominante en las calles ha dado paso al penetrante olor de los arenques marinados, a los ahumados y al salmón en sus variadas recetas, a las salsas con azafrán y mostaza y, cómo no, a las albóndigas de alce. El menú es caro, mucho más si se acompaña de un vino de cierto nivel, pero el placer es grande y en el goce participan a partes iguales el paladar y la contemplación de la ciudad. Asentado al borde del agua sobre una gran explanada ajardinada que ofrece una de las mejores panorámicas, el ayuntamiento luce radiante tanto por dentro como por fuera, entregado a la doble función de representación y gestión municipal.
50 de los 101 concejales que componen el Consejo Municipal de Estocolmo son actualmente mujeres.
Desde el centro de su inmenso patio interior, no resulta difícil imaginarse la cena y el baile de gala que se dispensará a los premios Nobel, el 10 de diciembre. Suena el imponente órgano, el mayor de Escandinavia, y los 1.200 comensales-invitados ovacionan puestos en pie a los galardonados que, acompañados por el rey, descienden con solemnidad por las hermosas escaleras que comunican con las estancias superiores. Luego bailan en el deslumbrante Salón Dorado, cubierto de mosaicos de cristal y oro.
El dato de que 50 de los 101 concejales que componen el Consejo Municipal de Estocolmo son actualmente mujeres me remite automáticamente al cartel que me llamó la atención nada más pisar el aeropuerto: dos mujeres policías de envergadura armadas con perros advierten de la obligatoriedad de someterse a los controles. En las calles de Estocolmo encuentro escenas cotidianas y actitudes que ilustrarían con naturalidad un poder femenino creciente. Esa joven hermosa y grande como una valkiria moderna que camina por la calle portando en su cintura el equipamiento completo del mecánico profesional: destornilladores, llaves inglesas, punzones…; todas esas conductoras de motos acuáticas que brincan espectacularmente sobre el agua. En lo físico, puede decirse que buena parte de las suecas y suecos siguen cumpliendo con sus estereotipos. El mito de Greta Garbo, reverdecido nuevamente con una gran exposición monográfica en el Museo Fotografiska, resiste el paso del tiempo y la competencia de su convecina de Estocolmo, Ingrid Bergman. ¿No sería de por aquí la reina Sigrid, eterna novia del Capitán Trueno?
Uno se ha conmovido con la belleza y el recogimiento reinante en la Biblioteca Pública y en la Biblioteca Nacional; se ha deleitado con el edificio y las obras del Museo de Arte Moderno, diseñado por Rafael Moneo, así como con la exposición del gran velero Vasa, rescatado casi indemne después de haber estado 333 años sumergido en el fondo marino. Pero si hay una emoción que perdurará, imborrable, del viaje es la del Cementerio del Bosque, un espacio ideado para la comunión y el definitivo encuentro entre las almas y la naturaleza creado por el gran Erik Gunnar Asplund, patriarca de la moderna arquitectura escandinava. Las tumbas, muchas anónimas, se integran perfectamente en una mullida alfombra vegetal cubierta de flores y setas y custodiada por las masas arbóreas. Mágico y fraterno, sagrado y profano, el Cementerio del Bosque emana una sensación de plenitud que invita a acostarse en paz y a abrazar la tierra.
Esta ciudad impoluta y sin estridencias, de calles abiertas al cielo y edificios de cinco alturas, que cultiva el arte –también en el metro– y destila jovialidad, diseño, modernidad tecnológica y buen gusto, tiene el poder de activar en el viajero los reflejos condicionados pavlovianos que reclaman volver a visitarla antes, incluso, de haber emprendido la marcha. Me pregunto, intensamente, cómo será la Estocolmo blanca de cielos lechosos y lagos congelados.
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