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Dudar no es ‘sexy’

Mikel Jaso

EN EL SIGLO de la física cuántica, la incertidumbre parece haberse convertido en el gran enemigo de los pensadores y sin embargo siempre ha sido su fuente de inspiración, al igual que la duda, aunque hoy día esté desprestigiada. No es sexy, escuchaba decir a la catedrática de Filosofía Victoria Camps en la presentación de su libro Elogio de la duda (Arpa). El fácil y rápido acceso a la información invita a un juego perverso en el que consideramos que la certeza es posible, pero esta idea es una tautología, pues la infalibilidad no contempla posibilidades, se define como el “conocimiento seguro y claro de algo, la firme adhesión de la mente a algo conocible, sin temor de errar”. Lo cierto es un espectro: hay grados, pero no existe la seguridad total.

Se confunde el “temor a errar” con el “temor a dudar”, lo cual es una equivocación.

De igual modo se confunde el “temor a errar” con el “temor a dudar”, lo cual es una equivocación. Cuanto más y mejor hayamos vacilado antes de tomar una decisión, mayores serán los niveles de certidumbre que alcanzaremos. Lo incierto implica que la previsibilidad de los hechos futuros es imperfecta (es decir, que corremos un riesgo) y, por tanto, conlleva cierta zozobra. Al estar todos inmersos en este mundo inseguro, aquel que nos aporte una sensación de firmeza reforzará nuestra sensación de control, pero ¿refleja esto que la persona no se equivoca? Hay que estar alerta y recordar que la verdad absoluta conduce al fanatismo. Alcanzaremos mayores grados de solidez cuanta más información tengamos sobre las cosas, pero también cuanto mejor la hayamos analizado. Y para llegar a ese punto necesitamos dudar. El problema es que estamos viviendo una época en la que se premia tener el control de las cosas y se castiga la duda. En cambio, en el campo de la ciencia, por ejemplo, y tal como defendía el filósofo Karl Popper (1902-1994), una proposición solo puede ser científica cuando es refutable, es decir, cuando puede ser puesta en duda independientemente del nivel de certeza con el que se haya demostrado. Los científicos pasan buena parte de su tiempo buscando errores (los fallos de sus hipótesis, de sus conclusiones) hasta dar con los mejores resultados. De ahí su afán por establecer hipótesis y hallar conclusiones veraces. Porque cuestionarse las cosas ­significa ser exigentes e inconformistas, no erráticos ni apresurados. Y si en la ciencia no existe la verdad absoluta, ¿qué pasa en la vida cotidiana? ¿Pueden tenerla, por ejemplo, los políticos?

La duda es moderación e implica una cierta soledad, serenidad y lentitud que no casan con la tendencia actual en que la irreflexión parece liderar el proceso de toma de decisiones. Las palabras clave a la hora de enfrentarnos a una decisión podrían ser observación, capacidad de renuncia o flexibilidad. Nunca conoceremos el resultado de aquella opción que descartamos. Siempre nos quedará la duda y hay que aprender a vivir con ello.

Aquellos que pregonan evidencias ficticias tienen facilidad para convencer al resto porque transmiten una sensación de consenso.

Otro aspecto a tener en cuenta para no caer en falsos cantos de sirena es la existencia de corrientes como la pseudociencia que no cuestionan las conclusiones de otros básicamente porque no ponen en duda casi nada de lo que ellos proponen. Dan a sus ideas un barniz de veracidad a base de repetirlas, y lo hacen utilizando una terminología científica que desconocen, pero de la que se apropian para aparentar un rigor del que carecen. Es ahí donde radica su mayor crimen: son impostores de la verdad. La industria de los productos adelgazantes, por ejemplo, engrosa sus cuentas bancarias a costa de la sensación de certeza y rapidez que transmiten en sus enunciados. Cuando cada vez menos gente cae en la trampa empiezan a hablar en nombre de un supuesto “método científico” al que jamás han sometido a sus productos.

Aquellos que pregonan evidencias ficticias tienen facilidad para convencer al resto porque transmiten una sensación de consenso, de uniformidad y de inmediatez, que es justo lo que la sociedad busca. Se aprovechan de las modas –sus principales valedores–, pero sobre todo de la desesperación y el miedo. Aportan argumentos para convencer, no para replantearse las cosas. Hacen creer que estamos tomando la decisión acertada –casi la única–, pero no se trata de una convicción propia, sino la de sujetos lenguaraces que además suelen ser conscientes de su comportamiento fraudulento.

Parece razonablemente cierto que no podemos estar seguros sobre casi nada, y como no sabemos –o queremos, o toleramos– dudar, nos convertimos en víctimas fáciles de aquellos que no muestran la perplejidad, aunque también la tengan. Son conscientes de que ocultar la duda provee de una pátina de certeza que solo la reflexión y el tiempo podrán desenmascarar.

El asno de Buridán

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