La ciudad perdida de Angkor
Un lugar visitado por millones de personas sufre sin ninguna duda un gran desgaste físico, así como una transformación completa de los hábitos y de la economía de la sociedad a la que pertenece el monumento. Todos desearíamos ser los únicos en disfrutar del tesoro, pero eso no es posible, salvo que se sea su descubridor. En el caso de la ciudad de Angkor, los primeros occidentales en visitarla fueron misioneros portugueses y españoles en el siglo XVI (la primera noticia impresa de “una gran ciudad en el reino de Camboya” la da en 1601 Marcelo de Ribadeneyra). Para cuando llegaron los arqueólogos franceses en el siglo XIX, la ciudad llevaba siglos despoblada y a merced del apetito de la selva, y solo algunos templos permanecían en uso. Por alguna misteriosa razón, la fantástica Angkor, que tuvo una extensión y una población increíbles en su larga época (coincidente en el tiempo con el periodo de nuestra Reconquista), había sido abandonada a mediados del siglo XV, cuando la capital se trasladó a Phnom Penh.
Ahora se congregan multitudes de turistas, sobre todo asiáticos, delante del gigantesco templo de Angkor Wat para ver el milagro del amanecer, el sol saliendo entre las torres. A muchos este espectáculo les agua la fiesta, porque les parece que el momento pierde su magia. A mí no me incomodan tanto los (otros) turistas cuando los espacios, como este, fueron creados para atraer grandes cantidades de gente y maravillarla. Simplemente, ha cambiado la naturaleza del peregrinaje. Antes era religioso (y también mundano) y ahora es cultural (y mundano). Pero la sensación de asombro que produce el espectáculo no ha cambiado. Por cierto, fue otro español, Gabriel Quiroga de San Antonio el primero que menciona (en 1604) “un templo de cinco torres llamado Angor”.
Angkor Wat es un monumento enorme, tal vez la estructura religiosa más grande del mundo, con largos pasillos cubiertos de bajorrelieves bellísimos, levantada por el gran rey Suryavarman II (reinante de 1112 a 1152), quizás para convertirse en su templo-mausoleo (aunque murió lejos, en la batalla, y su cuerpo no reposa aquí). Es, sin duda, una de esas construcciones que le dejan a uno con la boca abierta. Una de las grandes maravillas construidas por el ser humano (la octava), que se conserva en buen estado porque nunca ha sido abandonada a los elementos. El orgullo de un país. Su torre central, como en los otros templos-montaña de Angkor, evoca el monte Meru, morada de Siva, el lugar más sagrado y centro de la Tierra para los hindúes. Como a este monte mítico (que para los tibetanos es el Kailas, jamás hollado) no podemos subir, ascendemos a cambio los empinados escalones de la torre central de Angkor Wat.
Pero la ciudad de Angkor tiene muchos más templos, en diferentes estados de desbroce y de reconstrucción, tareas necesarias después de que la ciudad fuera devorada por la vegetación. No obstante, tienen tanto o más encanto aquellas partes de los templos que todavía están abrazadas por las raíces de los árboles, con sus muros desmoronados y esa sensación de encontrarse uno ante una civilización perdida y encontrada. Ese es el caso del templo budista Ta Prohm, que es conocido entre el turisteo por el nombre de una actriz protagonista de cierta película, basada a su vez en las aventuras de una heroína de un videojuego. ¡Si supiera el rey Jayavarman VII que iban a llamar así a su magnífica obra!
Un templo espléndido, y medio arruinado, es el de Preah Khan, donde hay además una insólita estructura de dos pisos con columnas, que se parece un poco a un templo griego, y cuyo uso es desconocido. Tal vez en ese pequeño edificio se conservara la espada sagrada (a la que alude el nombre Preah Khan), que se sacaría solo en las celebraciones más solemnes.
Inolvidable asimismo es el templo Bayon con sus espléndidos bajorrelieves y todas esas caras de Buda, que también recuerdan a su constructor, el rey Jayavarman VII (reinante de 1181 a 1219).
Fuimos, por supuesto, a ver la puesta del sol en lo alto del templo de Phnom Bakheng, otra representación en forma de pirámide del monte Meru con siete niveles.
No lejos de Angkor hay otros templos igualmente interesantes, como Beng Mealea, todavía fundido con la selva, y el delicadísimo de Banteay Srei (“ciudadela de las mujeres”).
Y nos acercamos al lago Tonlé Sap, que es la mayor masa de agua dulce del sudeste asiático, y vimos los poblados flotantes de pescadores.
¡El agua! Para que una civilización se desarrolle es preciso resolver antes el problema del suministro de agua. Agua para que beba todos los días mucha gente y agua para cultivar y proporcionar alimento regular a tantas bocas humanas. Los jemeres hicieron grandes obras de ingeniería hidráulica en Angkor, que incluyen dos enormes embalses y una extensa red de canalización. Y quizás fue el problema del agua lo que produjo a la postre el colapso de Angkor. Es posible que los monzones cambiaran y se alterara el régimen de lluvias al que estaba ajustado con precisión el sistema hidráulico de Angkor. Tal vez todas las civilizaciones, aquí y allá, sucumben inevitablemente cuando se desarrollan tanto que cualquier pequeño cambio natural provoca su ruina. Si un cuerpo crece mucho más que los pies, antes o después dará un traspiés y perderá el equilibrio. A nuestra actual civilización planetaria le puede suceder lo mismo, pensábamos Nira, Zannou y yo mientras contemplábamos las ruinas de Angkor y la muchedumbre de turistas.
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