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MIRADOR
Columna
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Nomenclátor

En cuestión de nombres, el que esté libre de culpa tire la primera piedra

Julio Llamazares
Los padres del recién nacido al que quieren llamar Lobo tras enterarse de que se tiene la intención de admitir el nombre para el bebé.
Los padres del recién nacido al que quieren llamar Lobo tras enterarse de que se tiene la intención de admitir el nombre para el bebé.Javier López (EFE)

Un Papa se puede llamar León (XI, XII, lo que sea) pero a un niño de Fuenlabrada no le pueden poner Lobo. Lo ha decidido un juez esgrimiendo precisamente su defensa al considerar que Lobo podía ser un nombre ofensivo.

Como originario de una provincia en la que durante muchos años los curas ponían los nombres a las personas y lo hacían santoral en mano y como nieto, por mor de tal circunstancia, de una Evilasia y un Celestino, sobrino de un Orencio, un Elpidio y un Lucinio (lo de mi tía Solange lo atribuyo más a un afrancesamiento momentáneo de mi abuela, influida por una radionovela de sus años jóvenes) e hijo de un Enemesio, con e (menos mal que en el juzgado le quitaron la vocal), no me puedo escandalizar de que a un niño sus padres le quieran llamar Lobo, salvo que aúllen. Que por las noticias que leo no lo parece, salvo de frustración por la decisión del juez.

A lo largo de mi vida y aparte de en mi provincia natal, donde, como ya digo, las esquelas están llenas de Efigenios, Segismundos, Conegundas, Bonifacios, Eduvigis y otros nombres sacados del historial de santos y mártires de la cristiandad, he conocido nombres de todo tipo, unos más clásicos y otros más atrevidos, y ninguno lo he considerado ofensivo para la persona que respondía a él, y mira que algunos se las traen. De la época hippy recuerdo Estrellas, Lunas, Yerbas y hasta Marías (con aspiración) y de la de la invasión moderna Jonathanes, Kevines, Carolines, Bryans y otros nombres sacados de las telenovelas. Incluso indirectamente soy responsable de que en España vivan ahora varias Ainielles, bautizadas así por sus padres en homenaje al pueblo, que existe, de mi novela La lluvia amarilla. ¡Menos mal que no me dio por situarla en Barbenuta, que está cerca y también me habría servido como escenario! En fin, que en cuestión de nombres el que esté libre de culpa tire la primera piedra.

¿De dónde viene, pues, la aversión del juez al nombre de un animal, el lobo, que en cuestión de fiereza no supera al león, y este ha llegado a Papa, y en familiaridad está por encima de Jonathan o Kevin; y no digamos ya de esos nombres vascos que en un tiempo se pusieron también de moda en todo el país y que en su traducción vienen a significar cosas tan elementales como pastor, roble, nieve o caserío? Uno sospecha que de la maldición atávica que acompaña al pobre depredador, siempre tan perseguido en nuestro país, como le sucede al toro. Por cierto, otro hermoso nombre. A ver si alguien se lo pone.

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