Pablo del Río, el diván olímpico
EL DESPACHO lo custodia un retrato de Rafa Nadal. Al cruzar el umbral, un mensaje avisa: “Los éxitos mal interpretados son una fuente de presión”. Hay viejos televisores, cintas de vídeo apiladas, un micrófono. Aquí dentro, en la consulta del psicólogo Pablo del Río, suceden cosas increíbles.
Entra un deportista, pongamos Jesús Tortosa, promesa del taekwondo, subcampeón de Europa, 18 años. Se tumba en una colchoneta a los pies de un collage de Carolina Marín, bicampeona del mundo de bádminton y uno de sus casos de éxito. Comienza la relajación. Con unos electrodos, Del Río comprueba el estado del sujeto. Lo quiere distendido, con la mente abierta. A partir de ahí, se lo lleva adonde quiere. Primero al gimnasio, donde el deportista ha de verse entrenando e interiorizar sus puntos fuertes: un puño, una patada circular. Luego, el psicólogo propone: “Estás en competición: hay un tapiz en altura, luz, mucho público, expectación”. Se encuentra en Río de Janeiro. “Aparece tu rival”. Y Shuai Zhao, su primer contrincante en los Juegos, se manifiesta sin citarlo. “Quedan 30 segundos y vas ganando…”. La situación se parece a caminar sobre un alambre. “Es ventajosa”, dice el psicólogo, “pero el otro vendrá a por ti como un miura”.
Del Río tiene 60 años, barba blanca y un hablar atropellado. En sus ojos inquietos se intuye cómo maneja la psique de los mejores deportistas. Los sitúa frente a sus miedos, como el maestro Yoda, alerta a las señales de ansiedad. Si se activan, dirá: “Calma, es solo un combate”. Y empezará de cero. No conoce fórmulas mágicas. Ni frases ganadoras. Solo el trabajo constante, “día a día”. Por su consulta han pasado el motociclista Fonsi Nieto, el tenista Feliciano López, el futbolista Saviola o el conjunto de gimnasia rítmica, entre otros. Es un pionero de la psicología deportiva en España. El único especialista en el alma humana con plaza fija en el Centro de Alto Rendimiento del Consejo Superior de Deportes (CSD) en Madrid.
Nacido en un pueblito duro y frío de Soria, quedó huérfano de padre y se marchó de crío a Madrid. A los 19 comenzó a trabajar en un club deportivo. Se matriculó en Psicología. Y cada libro que leía, subrayaba: esto para yudo, esto para atletismo. Se le abrieron los ojos con volúmenes de Europa del Este que encontró en la biblioteca de la Facultad de INEF. En los ochenta se cruzó con Manolo Santana, fue profesor en la escuela de entrenadores de tenis, y cuando a este lo nombraron capitán del equipo de Copa Davis se lo llevó de escudero. “Todos preguntaban: ‘¿Pero los tenistas están locos?”.
En los noventa, creó la unidad de psicología del CSD. Su primer atleta mentía para visitarle: decía que iba al fisio. Hoy suma unas 1.300 sesiones al año (cuenta con dos ayudantes) y 26 de sus deportistas, además de dos equipos, se han clasificado para Río. Por eso esta mañana, poco antes de los Juegos, mientras pasea por las instalaciones y saluda a unos y otros, le preguntan: “¿Cuándo viajas para allá?”. Lo quieren cerca en Brasil.
Junto a la pista de atletismo, un grupo de chicas remonta un terraplén, sus muslos parecen troncos de roble: el equipo de rugby 7. Se clasificaron en el último partido de repesca. Del Río estaba con ellas. La clave: “No parecía que se jugaran nada, sino un campamento”. Cuando lo ven, lo abrazan y le muestran un vídeo entrenando por acantilados vascos. Acabaron vomitando, se ríen. “Es lo que toca”, responde él. Y regresa al despacho donde Nadal, a la puerta, exhibe una explosión de autoconfianza.
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