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¿Un mundo feliz?

Pierre Gonnord

NO LES corresponde a los historiadores juzgar el pasado con los valores occidentales del presente, sino analizarlo. ¿Eran mejores lo cartagineses o los romanos? Sabemos quién ganó, y lo que hizo luego, pero ¿cómo habría sido el mundo que habrían creado los perdedores? ¿O tal vez sí sea lícito, e incluso necesario, revisar la Historia con criterios morales?

De estas cosas serias hablábamos a menudo Nira, Zannou y yo cuando visitábamos las misiones jesuíticas de Argentina y Paraguay. Porque en ellas se intentó materializar una utopía, la de un mundo cerrado y autosuficiente organizado de acuerdo con los principios de la Compañía de Jesús, y tutelado por ella, pero también un mundo de indígenas guaraníes que se gobernaban a sí mismos (aunque más bien de puertas adentro), a cambio de renunciar a sus creencias religiosas ancestrales y a algunas de sus costumbres, como la poligamia.

¿La utopía de un mundo feliz? Al menos la de un mundo mejor que el que la realidad de la época les ofrecía. Los jesuitas propusieron a la corona española, aquí y en otras partes de América, una alternativa al sistema general de encomiendas. El encomendero, un español, tenía la obligación de proporcionar educación y religión a los indígenas, atender sus necesidades y pagar los impuestos a la corona. Desgraciadamente, lo general era que sufrieran una explotación atroz. En las reducciones jesuíticas el trato era incomparablemente mejor. Además, estaban relativamente a salvo de las incursiones de los bandeirantes, hombres que desde Sao Paulo atacaban las misiones dispuestos a “cazar” indígenas para venderlos como esclavos en las plantaciones de azúcar.

Pero más que juzgar la Historia, queríamos contar una historia que se desarrolló en los siglos XVII y XVIII, con su planteamiento, nudo y desenlace. Y para eso acudimos a visitar las misiones en Paraguay y Argentina. Los lugares exactos en los que se desarrollaron los hechos.

Estas reducciones se encuentran en un medio de selva, o de borde de selva, aunque ha sido fuertemente alterado. Desde luego, lo que sí era tropical era el clima, que contribuía a ambientar la historia. En la zona había personas afectadas por zika, por lo que procuramos que no nos picaran los mosquitos. No tuvimos ningún problema.

Las reducciones consisten en una gran plaza rodeada de edificios construidos en piedra arenisca. Como la roca del suelo es basalto, que no se puede labrar, tenían que acudir a las canteras y transportar los bloques de arenisca. Pero para ello estaban los guaraníes, siempre dirigidos por los jesuitas. Al fondo de la plaza se hallaba la iglesia, de estilo barroco guaraní, que es impresionante. Las construían los propios guaraníes, como todo lo demás. Junto a la iglesia se encontraba la casa de los padres jesuitas, solo dos por cada misión, entre miles de indígenas, y la escuela en la que se enseñaba a leer y escribir en su propia lengua a los indígenas. Había otros edificios, como la casa de las viudas, el cabildo y las viviendas de la gente principal del lugar.

En lo que fueron las “plazas de armas” de las reducciones se han sembrado praderas de césped, y el contraste entre el verde de la hierba, el rojo de la arenisca y el telón de fondo del bosque crea una postal inolvidable, sobre todo a la puesta de sol. Digo postal porque falta el bullicio de los guaraníes y el doblar de las campanas de la iglesia. Todo ese mundo comenzó a extinguirse cuando los jesuitas fueron expulsados de los reinos de España en 1767 por un decreto de Carlos III y tuvieron que abandonar los lugares que nosotros visitábamos rodeados de un silencio de muerte.

Para conocer mejor esta historia del sueño perdido de los jesuitas acudimos a expertos que nos hablaron de la geología del lugar, de la ecología, de la cultura guaraní del pasado y de la triste la situación de este pueblo en el presente. También de la restauración, casi una resurrección, de los monumentos. Aprendimos que en las misiones se había producido un encuentro entre la cultura indígena y la europea, y que esa síntesis se manifestaba en la imaginería religiosa, en la orfebrería, en la música. Volvió a sonar, como antaño, una canción guaraní, muy bella. Y nos pareció que las piedras de los monumentos se asombraban de volver a oír sus notas. Siempre contamos, para todo ello, con el asesoramiento del argentino Sergio Gabriel Raczko, que lleva muchos años realizando documentales sobre esta historia única.

No podíamos abandonar el lugar sin ver las cataratas del Iguazú. Intentamos imaginarnos al adelantado español Álvar Núñez Cabeza de Vaca cuando en 1542 salió de la selva y las vio. A nosotros nos proporcionaron inmediatamente una sensación de euforia. Su grandeza hace inútil cualquier intento de describirlas con palabras. Solo con las imágenes de nuestros maravillosos cámaras, Karlos Arguiñano y Jon Sangróniz, podemos intentar asomarnos a tanta hermosura. Aprendimos también, de la mano de los expertos del parque nacional, cómo hacer compatible el turismo de masas con el frágil equilibrio de la naturaleza. El dinero con la belleza y con la vida. Nos explicaron que es posible, pero con gran esfuerzo. Ojalá tengan razón.

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