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¿Podemos incentivarnos a nosotros mismos?

Sr. García

CHUCK NOLAND (interpretado por Tom Hanks), desesperado, trata de sobrevivir sobre la balsa que ha construido. Está solo en medio del océano. Ha pasado cuatro años en una isla desierta y es su última oportunidad. Lo acompañan dos objetos: un balón maltrecho y desinflado y un sobre de FedEx. El balón se llama Wilson (que es el nombre de la marca) y es el amigo con quien viene hablando y compartiendo alegrías y decepciones para no enloquecer de soledad. La pelota se cae de la balsa y Chuck no logra recuperarla. Llora desconsolado. Ha perdido a su mejor compañero. Al segundo objeto, el sobre de FedEx que iba en el avión de mensajería accidentado en el que volaba antes del accidente, Chuck se propone hacerlo llegar a su destinatario. Es su obligación.

Esta secuencia de la película Náufrago, dirigida por Robert Zemeckis, nos muestra dos recursos de un ser humano para motivarse a sí mismo en una situación límite. El verdadero empuje es vivir, salvarse, pero aunque es capital, paradójicamente resulta insuficiente para mantener altos el ánimo y la actitud. El protagonista necesita a alguien externo para no sucumbir, no desmoronarse. Ha de llevar el sobre a su destinatario y ha de salvar a su amigo Wilson. En realidad, es lo menos importante. Lo primordial es él. Pero ambos objetivos le insuflan de una fuerza suplementaria a la de su propia ansia de vivir.

"EN LA VIDA NO HAY PREMIOS NI CASTIGOS, SINO CONSECUENCIAS" - ROBERT GREEN INGERSOLL (1833), POLÍTICO Y ORADOR.

En la vida diaria, con tal de alcanzar determinados objetivos tendemos a comportamientos parejos. Nos animamos a nosotros mismos mediante premios accesorios. ¿Sirve de algo? ¿O es absurdo?

Está comprobado que los acicates de otros sí sirven. En El economista en pijama, Steven Landsburg explica que de las pocas cosas que sabemos en economía a ciencia cierta es que los estímulos funcionan. Sean estos negativos –por ejemplo, si aparcas en doble fila, se te lleva el coche la grúa; si defraudas a Hacienda, tienes una cuantiosa multa– o positivos –si gastas tanto, conseguirás un descuento; si llegas a un determinado objetivo de ventas, cobrarás un bonus–.

Pero ¿funciona estimularnos a nosotros mismos?

Depende. Yo desconfío de los incentivos directamente relacionados con el objetivo fijado. Por ejemplo, queremos perder peso. Pero nos encantan los cruasanes. Algunas personas deciden premiarse así: “Voy a hacer dieta y por cada kilo perdido, como premio, me tomaré un cruasán”.

Convertir la tentación diaria en premio puntual es arriesgado porque el objeto de deseo permanece presente. Es preferible que el aliciente sea contrario a la tentación: por ejemplo, si adelgazo y me pongo en forma, me regalo un viaje y correré, aunque sea sin competir, el maratón de Nueva York. Esto es más efectivo porque se sustituye una ilusión por otra que se deriva y está en consonancia con el objetivo logrado. Lo del cruasán es como decir: “Si logro ponerme en forma, me tiraré una semana sentado en el sofá”.

Otro modo de alentarse es obligándonos a tener un juez o vigilante. Tengo una amiga que se pasó meses tratando de adelgazar por sí misma sin resultados. Fue a un nutricionista. Recuerdo que en un restaurante renunció a unos pasteles gentileza de la casa. ¡Qué fuerza de voluntad!, le dije. “Es muy sencillo”, respondió, “en cada visita me soplan 50 euros y cuanto antes acabe, antes dejo de pagar”. La espuela negativa del coste de la visita funcionaba porque había alguien externo con quien se había establecido un compromiso.

Un modo más económico es involucrar a terceros, publicitar el compromiso. Compartir con familiares y conocidos el propósito. Aunque solo sea por no tener que comerse las palabras, uno se esfuerza mucho más. Hay bastantes grupos de whatsapp de amigos que quieren adelgazar o prepararse para una competición y el chat los mantiene centrados en lo que quieren conseguir. La motivación social es mucho más poderosa que el premio a sí mismo, que, en el fondo, sabemos que nos podemos conceder siempre que queramos.

Dentro de los incentivos sociales está también el cumplir el propósito por alguien cercano. Voy a cuidarme por mis hijos; voy a adelgazar por mi pareja; voy a sacarme las oposiciones por mi madre; etcétera. Puede más el amor por el otro que la motivación propia. En la película La vida es bella, el actor y director Roberto Benigni nos enseña cómo un padre es capaz de mantenerse alegre en un campo de exterminio nazi para que su hijo sufra lo menos posible. Sin ese amor, mantenerse en tales condiciones resultaría imposible.

La actitud es fundamental. El castigo o premio acaban por no funcionar.

La actitud es fundamental. Esta es atemporal, mientras que el premio o el castigo son temporales y acaban por no funcionar. Pero claro, una predisposición positiva es fácil cuando la tarea es agradable. Me dijo una vez una nutricionista: al cuerpo le gusta estar delgado pero no le gusta adelgazar. En el filme Forrest Gump, el protagonista mantiene siempre una actitud positiva, pero fijémonos que es su forma de ser. Y eso le lleva lejos. Forrest Gump sufre algún tipo de discapacidad pero tiene una cualidad: nada lo detiene. Su voluntad y determinación fluyen con naturalidad. Es una película. La realidad no es así.

Mantener un talante positivo es posible, pero exige dos cosas. Una, reconocer el valor de lo que queremos lograr. Entender por qué es bueno, útil, beneficioso, e interiorizarlo. Debe formar parte de nuestros valores. Y, dos, conectar nuestro objetivo con las emociones. Un aliciente es algo racional. Las emociones, en cambio, conectan con nuestros sentimientos y estos mueven montañas. Si tratamos de alcanzar un objetivo sin ilusionarnos por su consecución, va a ser muy duro llegar hasta el final. Fijémonos que empeño e ilusión se utilizan como sinónimos. Poner empeño, poner ilusión.

Se está bien con uno mismo cuando lo que se siente, se dice, se hace y se piensa están alineados y son coherentes entre sí. Con los propósitos es lo mismo. Se alcanza más fácilmente si lo sentimos necesario, lo decimos a los demás, pensamos que tiene valor y, finalmente, lo hacemos cada día. Eso es incentivarse a sí mismo. Es entonces cuando el autopremio, o autocastigo, pasa a ser irrelevante.

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