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Columna
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Queridos hermanos

Jorge M. Reverte

HACE POCO, un amigo mío muy querido, Carlos Sebastián, me vio hablando con el mayor, Javier, y le llamó la atención que lo hiciéramos con las manos entrelazadas. Me dijo que envidiaba unas relaciones así entre hermanos, tan afectivas y confiadas.

En esos días pasé además por Guadalix, que celebraba sus fiestas, y olí a toros. Como sabéis, porque hemos sido criados todos los septiembres de nuestra infancia y adolescencia en medio de ese olor en las fiestas de Navalcarnero, tienen un aroma muy peculiar.

Con ese olor a toros, a tierra mojada y a multitud, la adrenalina se me vuelve a disparar. Allá donde lo encuentre, me vuelven las ganas de saltar la valla y sentir miedo por todo el cuerpo.

La primera vez que lo hice tuve que vencer no solo el miedo, sino sobre todo la expectación despertada entre vosotros, nuestros padres y los vecinos: iba a correr los toros por primera vez, como habían hecho antes los mayores. Era un acontecimiento y yo realmente estaba aterrado. Javier, Jose, me dabais consejos, y las hermanas me decíais que no era obligatorio correr, que nadie iba a pensar que yo era un gallina por eso. Nuestros padres fingían que su desautorización era absoluta, pero todo eso significaba que sería una gran decepción si no me echaba a la calle delante de aquellos bichos de 400 kilos, que volaban más que corrían.

Después de una noche sin dormir superé la prueba, supongo que más mal que bien, y desde luego sin destacar entre los corredores. Había tantos que celebré como un loco que una de vosotras me hubiera visto. Con un testigo valía para no tener que repetir la barbaridad.

Pasé tanto miedo que me juré no hacerlo más. Pero a los pocos días reincidía en El Álamo, en Sevilleja y en otros pueblos de los alrededores. En todo caso, había conseguido pasar la prueba, fundamental para ingresar en la vida adulta. Las hermanas me mirabais con admiración trufada con el cariño de siempre; mis padres, con normalidad, porque había hecho lo que se esperaba de mí, y los hermanos mayores, con respeto, porque ya era como vosotros. Aunque yo sabía que vosotros erais más valientes que yo, y que vosotras, Cristina, Isabel y Chini, estabais dispuestas a admitir cualquier cosa como prueba de valor.

De esta manera tan sencilla adquirí los galones para enfrentarme a la vida. Y me encontré, al cabo de los años, chorreando adrenalina cada vez que olía la mezcla que tan bien conocéis.

Por azares de la vida, Javier, como el que tú y yo hayamos escogido el mismo oficio, seguiste siendo el espejo en el que siempre me miraba para saber si llevaba un camino adecuado.

A ti, Javier, te he admirado siempre, por tu valor y tu independencia. Pero los demás habéis seguido siendo un referente constante en mi vida. No solo ahora, cuando habéis acompañado mi enfermedad. Por ejemplo, a vosotras os debo mi forma de relacionarme con las mujeres, a las que no solo respeto, sino que, como mandaba nuestro padre, cuido cuando se dejan. Ellas, vosotras, habéis conseguido convertir mi machismo en algo benigno.

Yo, cuando huelo a toros, como el ictus, os cojo la mano. Y se la cojo a los amigos. Eso ya no tiene arreglo.

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