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Perfil

James Blake, el músico que se rifan Madonna y Beyoncé

Joseba Elola

JAMES BLAKE fue un niño al que le gustaba tocar el piano a oscuras. Fue un joven atormentado que componía, solo entre las cuatro paredes de su habitación, piezas de orfebrería electrónica endemoniada y experimental. Fue un artista que con 22 años deslumbró al mundo con sus sonidos de vanguardia y su melancolía de crooner digital, surcando nuevos territorios en la música electrónica del nuevo siglo.

La estampa de ese James Blake obsesivo y encerrado en su mundo se antoja, ahora, puro pasado. A sus 27 años, se ha despojado del ­caparazón. Ha descubierto el valor de la improvisación, la camaradería de las colaboraciones, la luz de California, un nuevo amor. Adiós a la cueva, adiós a la ansiedad, adiós al tormento.

Sus canciones, empero, aún no reflejan esta travesía. Su electrónica onírica, impresionista acaso, aún es ve­­hículo para el lamento.

El hombre atenazado por el miedo al qué dirán ha superado su tormentosa prueba de fuego, la del nuevo disco tras un gran éxito, la de la expectación que crece y la obra que no llega, la de la ansiedad que corroe y que por poco le arrastra al pozo. Pero Blake, uno de los músicos más influyentes de su generación, con permiso de Jamie xx, parece haber salido indemne de su particular trance.

“Es MUY fácil ser un esnob, SER RETICENTE CON LOS DEMÁS CUANDO TIENEN PROBLEMAS QUE TE RESULTAN PESADOS PORQUE SE SUMAN A LOS TUYOS. HE SIDO CULPABLE DE ESO”.

El éxito casi instantáneo apenas ponía un pie en la escena musical de su Londres natal; la fama a los 22 años; el reconocimiento por su segunda obra, el monumental Overgrown (Universal); la aclamación de la crítica, las giras, la atención mediática, las espirales, el remolino, todo eso podía pasar factura, y la pasó. En una sala del hotel Barceló Sants, en Barcelona, a su paso por el festival de músicas avanzadas Sónar a mediados de junio, Blake concede una entrevista exclusiva para España que pronto deviene en una suerte de sesión de terapia./

“Las crisis a menudo son el fruto de no haber hecho frente a los problemas. Y yo he acumulado muchos años sin examinarme a mí mismo. No todo el mundo hace este ejercicio porque puede ser muy doloroso. Pero los que lo realizan alcanzan un tipo de empatía hacia los demás. Esta es una de las cosas que me llevo de todo esto. Es muy fácil ser un esnob, ser reticente con los demás cuando tienen problemas que resultan demasiado pesados para ti porque se suman a los tuyos propios. Si eres una persona muy sensible y ya tienes suficiente con lo que pasa en tu cabeza, puede que te retraigas al ver las heridas de otras personas o su sufrimiento emocional. Creo que he sido culpable de eso: de esconder la cabeza bajo la arena”.

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Actuación en el festival Sónar ALBERT JÓDAR

James Blake habla con voz grave, en las antípodas de ese registro agudo y delicado en el que desliza sus melodías. De él siempre se ha dicho que es un tipo complicado, como su música, tan inspirada como de difícil acceso. De manos grandes y mirada azul, este hombre de casi dos metros (1,98) exhibe esa timidez tan british que hace que su tez blanquecina torne al rojo en los primeros compases de este encuentro.

Sus palabras destilan sufrimiento. Sufrimiento de tormenta interior, ese del que se nutren sus canciones, el que le ha servido para conectar con almas sensibles. Un sufrimiento, eso sí, al que no quiere volver nunca jamás, en el que ni siquiera cree como fuente de inspiración. Un sufrimiento que, en cualquier caso, parece haber quedado atrás.

La confección de The Colour In Anything (Universal), su largamente rumiado, sufrido y trabajado elepé, ha sido para él un auténtico vía crucis. Transcurrieron dos años y medio hasta que le puso fin. “Había mucho miedo. Estaba asustado ante toda la expectación que se había creado”, confiesa. En medio de la grabación sufrió un bloqueo.

Su anterior entrega, Overgrown, le había consagrado como gran talento de una nueva generación. Fue este el álbum que le granjeó en 2013 el Mercury Prize, prestigioso galardón que otorgan los críticos británicos. Se impuso en aquella edición al AM de los Arctic Monkeys y a The Next Day, luminoso regreso de David Bowie. Ni más ni menos. Sus paisajes electrónicos, sus delicadas melodías y su talento como productor le estaban convirtiendo en el músico favorito de los músicos. Su nuevo trabajo se hacía esperar.

Blake compone estampas sónicas en tonos grises y azules, puzles de capas de voces que se superponen, subgraves profundos y ritmos sincopados.

Su fórmula no es plato de fast food ni puede ser degustada esperando que entre a la primera. Propone al que se sienta a escucharlo el tipo de desafío que debería proponer cualquiera que pretenda hacer algo mínimamente relevante. Pianista de formación clásica, cantante, disc jockey, productor, es un músico que ha sabido sintetizar y destilar lo ocurrido en la música en los últimos 30 años; que ha digerido la cultura del sampler, del loop, los subgraves de la música de club, las sirenas del techno, los endiablados tempos del dubstep, las técnicas del deejay, las voces delicadas herederas de Jeff Buckley, Thom Yorke y compañía, para fusionarlo todo con órganos de aroma góspel y melodías de esencia soul.

De ahí que los premios y reconocimientos cosechados, incluida su nominación al Grammy como mejor artista novel en 2014, sean doblemente meritorios cuando lo que factura es una música que se aleja de territorios trillados para componer estampas sónicas en tonos azules y grises, puzles de capas de voces procesadas que se superponen, inéditos sonidos de teclados, subgraves que buscan acomodo en nuestra caja torácica y ritmos sincopados con los que crea un sello inconfundible en el que confluyen vanguardia y un cierto clasicismo. “Es de esos artistas que marcan una diferencia porque su propuesta es única”, dice Enric Palau, codirector del festival Sónar.

El británico James Blake, a las afueras de la estación de Sants, en Barcelona, a mediados de junio.

Las colaboraciones musicales se han abierto paso en su disco, y en su vida han aparecido nuevos e insospechados personajes. Hace dos años y medio que Kanye West, el rapero más influyente (y vendedor) del mundo (con permiso de Kendrick Lamar y Jay Z), declaró que ese chico británico que hacía esas canciones raras y melancólicas era su artista favorito. Para este disco quedaron a grabar (James Blake llegó dos horas tarde a la cita), pero la cosa, al final, no se materializó (y no fue por el retraso).

Mientras estaban juntos, Madonna llamó a West por teléfono. Quería hablar con Blake. Le dijo que hacía el tipo de música que a ella le da envidia. “Es una de esas cosas que te pasan en la vida en las que te dices a ti mismo: ‘¿Realmente me ha ocurrido esto?”. Pues sí. Ocurrió.

Su encuentro con Beyoncé fue, como él dice, surrealista. Blake estaba en un estudio en Los Ángeles tocando el piano, improvisando sobre unas melodías que ella le había pasado para una colaboración. De pronto oyó que llegaba la diva. “¿Es él el que toca?”, le oyó decir. “Voy a entrar”.

Beyoncé Knowles empujó la puerta del estudio y Blake no supo bien qué hacer. “Debería quitarme los cascos, debería parar de tocar y decirle hola”, pensó. “Y entonces ella llega y te desarma. Es tan amable y educada que te hace sentir a gusto enseguida”. De la diosa del rhythm and blues dice que es una gran compositora. Además de una gran cantante.

La experiencia fue fructífera. Blake cofirma dos temas –‘Forward’ y ‘Pray You Catch Me’– en el último disco de Beyoncé, Lemonade, publicado a finales de abril. Su andadura por el intrincado mundo de la industria ­musical ha sido bien distinta de la que tuvo que afrontar su padre.

James Litherland fue miembro de la banda de jazz rock progresivo Colosseum allá por los años sesenta. Pero no tuvo demasiada suerte. Acabó siendo músico de sesión, de los que graban en el estudio canciones de otros. Conocedor de las múltiples tretas y chanchullos que jalonan el recorrido de muchos artistas, se ­preocupó de que su hijo no cayera en malas manos. “Él no confiaba en nadie en la industria musical. No cree en nadie, excepto en mi mánager”.

“la ansiedad no resulta útil para nadie. Si se convierte en depresión, es algo muy dañino para alguien que hace arte. Para mí es importante no volver a ese lugar”.

Le dio un consejo que ha seguido a pies juntillas: haz lo que te gusta, pase lo que pase.

James Blake se crio en un barrio del norte de Londres, Enfield, en la Inglaterra de los años noventa –nació el 26 de septiembre de 1988–. Destacó como pianista desde pequeño, pero a él no le gustaba cantar ni tocar en el coro de su colegio. Cada tarde, al regresar de The Latymer School, se sentaba al piano y tocaba hasta que caía la noche. Le encantaba hacerlo en la oscuridad. “Cuando no hay luz, imaginas. En vez de la realidad de esa sala de estar suburbana, está tu imaginación”.

En uno de sus primeros éxitos, I Never Learnt To Share, canta: “My brother and my sister don’t talk to me, but I don’t blame them” (mi hermano y mi hermana no me hablan, pero no les culpo). Su hermano y su hermana nunca existieron. Es hijo único. Siempre fue un chico solitario. Muy solitario.

Sacó la cabeza por valiente, por experimental. En julio de 2009 debutaba con Air And Lack Thereof, un epé de canciones grabadas en su habitación. El chico melancólico y atormentado producía sorprendentes piezas instrumentales que bebían de las fuentes de la escena del dubstep y sobre las que desencadenaba tormentas sónicas, violentas paradas, silencios de vértigo.

Un año más tarde, superaba sus miedos e incorporaba su delicada voz a su producción musical. Con la inquietante versión de Limit To Your Love, de la canadiense Feist, conquistaba su primer gran éxito. Corría septiembre de 2010. Tenía 22 años.

Todo llegó de manera muy rápida y no fue fácil de encajar. “Es muy sencillo ver a los que son famosos y decir: ‘No te puedes quejar, lo tienes todo’. Pero en realidad es una existencia muy extraña. Si pudiera tener la libertad financiera que te da el éxito pero sin la fama…”. En febrero de 2011 publica su primer largo, James Blake, que es aclamado por la crítica. Venderá algo más de medio millón de discos.

El mundo empieza a cambiar a su alrededor. “La manera en que te miran las chicas al principio es muy agradable, yo no había vivido eso antes. Pero entonces te preguntas: ‘¿Y por qué no lo había vivido antes?’. Y entonces te dices: ‘¿Me lo creo? ¿Me enfado con ellas por esto? ¿Va a depender mi relación con las mujeres de mi éxito, o tendrá que ver con las cualidades de mi carácter? ¿Y cuál es mi carácter? ¿Está mi carácter plenamente desarrollado? ¿Se desarrollará algún día?’. Dicen que te quedas congelado en la edad con la que entraste en la industria del espectáculo”.

El éxito de crítica y público se ve refrendado con su siguiente entrega, el deslumbrante Overgrown, editado en abril de 2013. Aquel disco contiene la canción más conocida de su repertorio, ‘Retrograde’. “Es interesante ver que mi melodía de más éxito no tiene nada que ver conmigo. No es sobre mí, es sobre otra persona. Así que tal vez el universo está intentando decirme algo”. James Blake sabe reírse de sí mismo.

Usa a menudo su teléfono móvil para grabar ideas que luego desarrolla en el estudio. Le gusta jugar con las palabras: “Yo improviso sobre el poema que escribo. Como si pintara palabras”. Sus letras casi siempre versan sobre lo que le pasa, sobre su vida. “En eso soy completamente miope, hago una introspección egoísta”.

Es precisamente en este capítulo en el que se le pone alguna pega. Pitchfork, publicación musical online de referencia, realiza una crítica de su último disco en la que le otorga un (poco habitual, suelen ser exigentes) 8,2 sobre 10. Pero en ella se dice que los textos de Blake, en ocasiones, resultan un tanto inmaduros. “No ignoro las malas críticas”, asegura él. “Nunca podrán llegar a ser tan críticos como lo soy yo conmigo mismo. Aunque a veces me pregunto si yo debería criticar el trabajo de los críticos”.

Una de las canciones más celebradas en esa reseña es Meet You In The Maze, tema a capela que grabó junto a su amigo Justin Vernon, el artífice de Bon Iver. “Estaba tan borracho cuando grabé esa canción… Es la primera que he grabado tan borracho. Algo realmente mágico ocurrió aquella noche” (la historia de cómo se grabó esa canción, en la entrevista en vídeo en www.elpaissemanal.com).

Finalizar los temas, dice, es siempre lo más difícil. Y finalizar su último álbum fue para él un auténtico suplicio. “En este disco tenía tanto miedo… El miedo y la ansiedad nunca me han ayudado. Existe un cliché de que los artistas pueden extraer fuerzas de las partes negativas de su cabeza, sea esto una depresión o lo que sea. Pero a mí eso nunca me ayudó”.

A mitad de grabación de The Color In Anything, a principios de 2015, sufrió un bloqueo. Empezó a preocuparse demasiado por el disco. Encontró la solución en California. Allí se trasladó a trabajar con el barbudo omniproductor Rick Rubin (mago a los mandos de discos de Kanye West, Johnny Cash, Red Hot Chili Peppers, Joe Strummer o Lady Gaga, por citar solo algunos), que coproduce 7 de los 17 temas del álbum. Por esas fechas también irrumpió en su vida una mujer a la que prefiere no nombrar. Apareció en el momento preciso. “De no ser por ella, tal vez no habría acabado el disco”. Y mucho más que eso. “Ella me dijo: ‘No estás en el sitio en el que dices estar, no eres tan feliz como dices que eres’. Y tenía razón. De no haberla conocido, tal vez no habría cambiado las cosas que necesitaba cambiar para ser feliz”.

James Blake es hoy un hombre en pleno proceso de transformación. “Los artistas tienen la suerte de que pueden coger el dolor y usarlo para convertirlo en algo útil. Pero la ansiedad es el miedo ante el futuro, ante cosas que no han ocurrido aún. Y eso no resulta útil para nadie. Es una manera que tiene tu cuerpo de decirte que hay algo que tienes que arreglar. Y si se arrastra durante mucho tiempo y se convierte en depresión, es algo muy dañino para alguien que está haciendo arte. Para mí es importante no volver a ese lugar. Ahora me siento genuinamente más libre, musicalmente más libre de lo que me he sentido desde que tenía 20 años. Hasta el punto de que podría no volver a hacer ningún otro disco”.

–¿Podría ocurrir eso?

–Tal vez. Quiero hacer música por el placer de hacerla. No necesito una casa más grande, no me hace falta nada, solo quiero pasármelo bien. Y creo que así crearé mi mejor música.

–¿Y qué quiere hacer usted a partir de ahora?

–Tío, quiero tocar en directo, improvisar sobre el escenario, hacer conciertos solo de piano en grandes auditorios, ir a la playa más a menudo y no tener miedo de hacerlo, hacer algo más de ejercicio, leer más… Quiero abordar aspectos de la vida que me he perdido en los últimos años. En realidad, solo deseo despertarme cada mañana y ser capaz de tomarme un café con mi novia y ser feliz. Si no, nada tiene sentido.

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Sobre la firma

Joseba Elola
Es el responsable del suplemento 'Ideas', espacio de pensamiento, análisis y debate de EL PAÍS, desde 2018. Anteriormente, de 2015 a 2018, se centró, como redactor, en publicar historias sobre el impacto de las nuevas tecnologías en la sociedad, así como entrevistas y reportajes relacionados con temas culturales para 'Ideas' y 'El País Semanal'.

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