Sin piloto
Mal podemos quejarnos si las máquinas que nos matan son nuestra obra y no obedecen más que a nuestras órdenes aturdidas
La primera muerte a bordo de un coche autopilotado nos dejó a todos destilando un sudor espeso y un rencor de especie contra las máquinas, al menos hasta que leímos que el conductor —perdón, el pasajero— estaba viendo una película de Harry Potter en el momento del accidente, con lo que de algún modo dejaba de ser la primera víctima de la conducción automática para convertirse en la última de la puerilidad. El Roto lo formulaba anteayer con su proverbial pincel puntiagudo: “Los coches circulaban sin conductor, y los hombres sin humanos…”. Mal podemos quejarnos si las máquinas que nos matan son nuestra obra y no obedecen más que a nuestras órdenes aturdidas. La máquina no vio al camión y el hombre no vio que la máquina no iba a ver al camión.
Dicho lo cual, resulta una profunda paradoja que la inteligencia artificial, la tecnología de moda, esté inspirada en una biología que lleva 500 millones de años sobre la Tierra. La ciencia de hacer pensar a las máquinas estaba sumida en el subdesarrollo hasta hace unos años, cuando los ingenieros se tomaron verdaderamente en serio la idea de copiar el funcionamiento del cerebro. Los dispositivos que ahora nos asombran —y nos asustan— se basan en el llamado deep learning, o aprendizaje profundo, donde las redes neurales (programas informáticos que imitan a las neuronas biológicas) se organizan en decenas de estratos de abstracción progresiva, justo como hace nuestro cerebro para comprender el mundo.
Imaginen que un coche sin conductor circula por una calle detrás de un coche normal, de esos conducidos por humanos, que tiene puesto el intermitente izquierdo. Las técnicas de visión artificial permiten desde hace años que la máquina capte la escena: que vea la luz parpadeante, que localice su posición en el coche de delante, que sepa que eso significa que el conductor se dispone a girar a la izquierda, y que entienda que por tanto no debe adelantarle mientras prepara esa maniobra. Hasta ahí bien. Lo que la máquina no sabe hacer, cuando la escena del intermitente sigue invariable un par de minutos después, es darse cuenta, con el destello de una iluminación, de que el conductor de delante no piensa girar a la izquierda ni a ninguna otra parte, sino que simplemente se ha olvidado de apagar el intermitente, seguramente porque está hablando por el móvil con su hijo adolescente o incurriendo en cualquier otra imprudencia irritante.
Cuando las máquinas tengan esa clase de inspiración, cometerán tantos errores como nosotros y serán ellas quienes mueran viendo una de Harry Potter.
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