La invasión de la ‘doggy bag’
SI PROTESTAR es el deporte parisiense por excelencia, los autóctonos apuntan ahora hacia la transformación gradual de la ciudad en una sucursal de Brooklyn, último acto de la uniformización del paisaje urbano del primer mundo. En una capital tan segura de su identidad y que tan impermeable al cambio se había creído, genera estupefacción descubrir cómo las brasseries han cedido terreno ante cafés de estilo neoyorquino que sirven magdalenas sin gluten mientras el café crème deriva en cosas como “un latte con leche de soja”.
Lo más curioso es que los parisienses se resisten a adoptar la única moda que tal vez merezca la pena: la doggy bag, esa bolsa con sobras que el restaurante empaqueta para que el cliente las pueda terminar en casa. Desde diciembre, un centenar de restaurantes proponen este servicio aunque, de momento, con éxito desigual. La iniciativa pretende poner fin al despilfarro, un verdadero problema en territorio francés: cada ciudadano desperdicia hasta 29 kilos de comida al año. Francia llevaba ya tiempo estudiando tomar cartas en el asunto y lo terminó haciendo en enero, cuando la Asamblea Nacional aprobó por unanimidad (y no es costumbre) una ley que impide a los supermercados tirar comida a la basura y obliga a los restaurantes de más de 150 cubiertos a reciclar y separar sus residuos. En un primer momento se creyó que el texto convertiría a la doggy bag en obligatoria. Finalmente se quedó en una “recomendación” respaldada por los sindicatos de la hostelería, pero los datos parecían dar la razón a sus defensores: un sondeo realizado en 2015 concluyó que un 60% de los encuestados no terminan sus platos y el 75% aseguraban que les encantaría llevarse las sobras a casa.
Seis meses después, las cosas no han cambiado en exceso. En La Marine, un bistró que sirve clásicos modernizados de la gastronomía francesa junto al canal Saint-Martin, admiten que casi nadie usa este servicio. “Solo lo piden los turistas americanos. Los franceses no tienen costumbre, porque existe un freno cultural muy fuerte”, explica el gerente, Yoann. Tampoco Joe Allen, un veterano restaurante de comida estadounidense en Les Halles, ha notado cambio alguno. “En Francia, las porciones son más razonables. Cuando hay demasiada comida en el plato, se considera poco sofisticado. Además, a las parisienses les horroriza la idea de salir de copas con los restos de la cena en el bolso”, explica su maître, Vanessa.
El Ministerio de Agricultura ha intervenido para proponer un nombre menos canino: gourmet bag. Pero el fenómeno no acaba de cuajar. El contrapunto lo aporta TakeAway, una empresa fundada por tres estudiantes de comercio en Lyon. Proponen un embalaje “innovador, personalizable y reciclable” a los restauradores. Desde el pasado mes de enero, la demanda de sus productos “se ha multiplicado casi por diez”, según explica su joven fundador, Nicolas Duval, que opina que la resistencia terminará por desaparecer. “La ley es tímida con el restaurador porque no lo obliga a nada. Pero las cosas cambiarán en menos de tres años”, pronostica. De momento, sus doggy bags llegarán en los próximos meses a España, Italia, Alemania y Reino Unido. Que el viejo continente se dé por avisado.
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