Erradicar el hambre es posible
La alimentación de calidad es un derecho de todos, y es deber del Estado crear las condiciones para poder disfrutarlo
Aunque el número de personas que pasa hambre en el mundo se ha reducido a unos 800 millones —200 menos que en 1990—, sigue siendo una cifra inaceptable. Alcanzar el hambre cero parece una meta demasiado ambiciosa, pero afortunadamente la historia ha sido testigo de logros de gran envergadura que nos demuestran que, con la determinación y la voluntad política suficiente, (casi) todo es posible. Nuestra generación debe ser la generación Hambre Cero, la que acabe con esta lacra inadmisible y que lastra el desarrollo de nuestro planeta.
La experiencia de mi país, Brasil, me refuerza en la idea de que cuando los gobiernos invierten en políticas de protección social, el retorno es increíble. La alimentación de calidad es un derecho inalienable de todos los ciudadanos, y es deber del Estado crear las condiciones para que la población pueda, efectivamente, disfrutar de este derecho.
Hay medidas concretas —como las transferencias de efectivo y la alimentación escolar— muy eficaces para ayudar a las personas vulnerables a salir de la pobreza extrema y el hambre, así como para mejorar su salud, su educación y las oportunidades de sus hijos. Bien diseñados y bien ejecutados, estos programas permiten a las familias tener acceso a más alimentos, hacen que sus dietas sean más variadas y más saludables, y pueden tener efectos positivos en la nutrición materna y del lactante, reducir el trabajo infantil y el absentismo escolar. No es necesario hacer cálculos muy complejos para concluir que todo esto aumenta la productividad.
Este tipo de programas ayudan ya a 2.100 millones de personas en los países en desarrollo, y permiten mantener a 150 millones de vidas fuera de la pobreza extrema.
Impulsar el desarrollo rural también nos permitirá mitigar la migración
Sin embargo, aunque la protección social es una herramienta cada vez más importante en los esfuerzos para erradicar el hambre, la gran mayoría de los pobres en las zonas rurales del mundo no cuenta todavía con ningún tipo de cobertura. Ampliar estos programas y vincularlos a las políticas de crecimiento agrícola podría reducir rápidamente la pobreza, que es la causa última del hambre.
Y es que hay un dato que, me temo, a veces pasa desapercibido: casi el 80% de las personas pobres del mundo vive en zonas rurales. Alimentar a una población que no deja de crecer requiere inversiones que nos permitan aprovechar todo su potencial y acabar con esta gran paradoja: son esas mismas personas, los pobres de las zonas rurales, quienes producen los alimentos que todos comemos.
Por eso es un imperativo no solo moral sino también económico ayudar a los pequeños campesinos familiares de más de 500 millones de explotaciones en todo el mundo a invertir en su futuro, que también es el nuestro.
Para conseguirlo hace falta un cambio drástico en la forma de pensar para ayudar a que los más pobres salgan del círculo del hambre y la pobreza. Afortunadamente, los Objetivos de Desarrollo Sostenible aprobados por la comunidad internacional ponen el hambre y la agricultura en el centro de la política mundial y reconocen que la seguridad alimentaria, la nutrición y la agricultura sostenible son fundamentales para lograr el conjunto de los objetivos. Por primera vez, el compromiso pasa de reducir a erradicar definitivamente la pobreza, el hambre y la malnutrición, porque no podemos dejar que nadie se quede atrás.
Es un motivo de optimismo para mí que 14 de los 17 nuevos objetivos adoptados están relacionados con la misión histórica de la FAO. Debemos perseguir el segundo objetivo —"acabar con el hambre, lograr la seguridad alimentaria y una mejor nutrición y promover la agricultura sostenible"— con urgencia, ya que un progreso rápido en ese frente es la clave para los alcanzar los demás.
Hace falta un cambio drástico en la forma de pensar para ayudar a que los más pobres salgan del círculo del hambre
Impulsar el desarrollo rural también nos permitirá mitigar la migración, que tiene sus causas más profundas en el hambre y la pobreza, tal y como conversé la semana pasada con el Papa Francisco, cuyo apoyo sin fisuras nos reasegura que estamos en el camino justo y apropiado aunque aún queda mucho por hacer para abordar lo que está sucediendo en el Mediterráneo, donde se calcula que más de 2.500 personas han muerto en lo que va de año intentando llegar a Europa por mar.
Reforzar las inversiones en seguridad alimentaria, desarrollo rural sostenible y en esfuerzos para adaptar la agricultura al cambio climático, ayudará a crear las condiciones que permitan a las personas, especialmente a los jóvenes, a no verse obligados a abandonar sus tierras con el fin de buscar una vida mejor en otro lugar.
En ese sentido, en mi reciente reunión con el Papa Francisco informé al Pontífice sobre la iniciativa Esperanza Azul de la FAO, que tiene como objetivo transformar las comunidades de la ribera sur del Mediterráneo en motores de estabilidad y crecimiento, en particular gracias al apoyo a la pesca en pequeña escala.
También conversamos sobre los actuales esfuerzos de paz que se están llevando a cabo tanto en Colombia como en la República Centroafricana, donde estamos trabajando en el escenario posbélico para ayudar a que se consolide la paz.
Y es que no me cansaré de repetirlo: no habrá paz sin seguridad alimentaria y no habrá seguridad alimentaria sin paz.
José Graziano da Silva es el director de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO)
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