El polvo para quien lo trabaja
No hay que confundir la libertad sexual con el hecho de que un hombre recurra a una prostituta
Escribo la palabra “puta” con extrañeza, no suelo incluirla en mi vocabulario. Esas dos sílabas me siguen sobrecogiendo: o bien me suena al más agresivo insulto del extenso catálogo español; o bien observo que se recurre al término como una manera guay de normalizar el oficio. No sé cuál será el porcentaje de prostitutas vocacionales, pero me temo que no muy alto. Resultaría revelador saber cuántas pueden denominarse trabajadoras sexuales y cuántas son esclavas sin más. Estos días pasados, estas mujeres, cuya presencia suele reducirse a los sórdidos reportajes sobre trata de blancas, se colaron en casi todas las secciones del periodismo, de deportes al corazón, incluso irrumpieron de manera insólita en la campaña electoral. Hubo quienes expresaron su incomodidad por que representara a España un futbolista que hubiera requerido servicios sexuales a través de un sórdido conseguidor; hubo quienes apelaron a la presunción de inocencia, pero también los hubo que escudándose en esa palabra que sirve de rayo paralizador, hipocresía, estimaron que como comenzáramos a señalar a los hombres con el puntero de la moralina terminaríamos como los americanos, afeándole la conducta a un presidente por dejarse querer por una becaria en el trabajo.
Me resulta imposible eludir un asunto que me atañe como miembro del sexo que tan habitualmente se ofrece como mercancía. De igual forma que resulta imposible discutir si Lorca o Goya estaban en contra o a favor de los toros teniendo en cuenta que cada persona es hija de su tiempo, sería injusto juzgar a un Machado por sus conocidas visitas a los prostíbulos, puesto que entonces no había nada socialmente reprobable en ese desahogo y es posible, además, que el reclamo no sólo fuera el sexo sino una manera diferente de relacionarse con las mujeres. Pero nosotros habitamos en un presente en el que la mujer participa de la conquista: en ocasiones, la lidera y, desde luego, ya no se espera que en el sexo tenga un papel pasivo. Es ahora, ahora mismo, cuando las mujeres deberíamos preguntarnos no ya cuál es nuestra opinión sobre la prostitución sino sobre algo que considero más incisivo y revelador: ¿qué pensaríamos si el hombre al que amamos o el amigo en quien confiamos nos confesaran que alguna vez van de putas? Puede una imaginar cómo reaccionaría ante una traición amorosa o una infidelidad: con enfado, rencor, pena, rabia, consecuencias naturales de un engaño. Pero, ¿cómo respondería una mujer de hoy si llegara a enterarse de que el hombre al que considera un tipo respetuoso con las mujeres paga por que le hagan un servicio?
Me debo mover en un círculo de hombres estupendos porque no me imagino a ninguno de ellos, con los que comparto vida y amistad, pagando por un polvo, algo que debe ser la culminación de una conquista mutua. El polvo para quien lo trabaja. Estoy de acuerdo en que, por fortuna, la tendencia pazguata a que las infidelidades arruinen una carrera no ha llegado a nuestro país, pero no hay que confundir libertad sexual con el hecho de que un hombre, más aún un hombre con poder, recurra a los servicios de una prostituta. Si es un amigo, le retiraría la confianza; si es la pareja, el amor; si es un político, el voto. Hemos leído conversaciones de politicuchos, intervenidas por la Guardia Civil, en las que se requería el servicio de chicas jóvenes, con estudios y que follaran de maravilla. Aunque resultaran libres de cualquier castigo judicial, la sola idea de imaginar a un consejero en esas juergas da mucho asco. Lejos de mí la intención de juzgar a una prostituta que ejerza su oficio voluntariamente, pero soy libre de pensar lo que el cliente me parece. Un putero, se decía antes.
Lo extraordinario es que cuando el mundo del sexo sórdido roza el prestigio de un jugador supuestamente irremplazable se apela, para defenderlo, a las dos palabrejas mágicas, puritanismo e hipocresía, a fin de desacreditar a quien ponga en duda las aficiones de esta colección de jóvenes malcriados a quienes todo se les concede mientras hagan vibrar a la afición. Cuando aseguran que nada sabían de Hacienda porque las cuentas las llevaba su papá, sonreímos, igual que toleramos que se desfoguen con putas porque son jóvenes, burrotes, y sometidos a una gran presión. Angelicos. Derrochamos con nuestros muchachos una comprensión ilimitada. Al fin y al cabo, si de algo puede presumir España es de sus glorias futboleras. Pero hagamos una prueba, cambiemos el nombre de cualquiera de ellos, el de Messi, el de De Gea, por el de cualquier escritor, actor o incluso político ahora mismo en campaña, a ver cómo nos sonarían estas aventurillas. Raro sería que tantos columnistas e incluso ministros sacaran la cara por ellos. ¿La sacarías tú por tu pareja si te enteras que aprovecha los viajes de trabajo para irse de putas?
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