El lado humano
NO FALLA. Cada vez que alguien titula un reportaje El lado humano de…” (sustituyan los puntos suspensivos por el nombre de cualquier celebridad), ya sabemos de qué tratará: del amor de la celebridad por su familia, de su pasión por los niños y los animales, de su sencillez y naturalidad, de su apoyo a las causas nobles y su vocación filantrópica. En resumen: el lado humano es el lado bueno.
Pero ¿y el lado malo? Es de pura lógica que, si todos tenemos un lado bueno, incluidas las celebridades, también tenemos uno malo; ahora bien, ¿es el lado malo menos humano que el bueno? ¿Son sólo humanos la bondad, el amor, la generosidad, el coraje y la compasión? Antes de morir acuchillado hacia el final de Otelo, Rodrigo le grita a su verdugo: “¡Yago, perro inhumano!”. Es posible que Yago sea el personaje más malvado concebido por Shakespeare, y es seguro que el escritor inglés quiere a lo largo de Otelo inocular en el lector la duda de si Yago es un hombre o un demonio: de ahí que Otelo le mire los pies cuando se dispone a matarlo, para ver si tiene pezuñas; de ahí que Otelo no consiga acabar con él a pesar de ensartarlo con la espada. Así denuncia Shakespeare, con diabólica habilidad, nuestra propensión temeraria a excluir el mal de lo humano. Porque lo cierto es que, por más canalla que sea, Yago es igual de humano que Otelo o que Rodrigo; la razón es que la maldad es tan humana como la bondad, el odio como el amor, el egoísmo como la generosidad, la cobardía como el coraje y la crueldad como la compasión. Esta evidencia es desagradable y, cuando la realidad es desagradable, tendemos a ocultarla. Personas humanas se llamaba un viejo programa de la televisión catalana donde Quim Monzó protagonizaba una sección memorable; el título era una burla de un pleonasmo común: todas las personas somos humanas, incluido Yago, incluido Hitler, que era tan humano como Francisco de Asís. Y hablando de Hitler: en 2004 Oliver Hirschbiegel estrenó una película titulada El hundimiento en la que recreaba los últimos días del Führer; no era una cinta extraordinaria, pero provocó un escándalo considerable. Según sus detractores, el problema era que presentaba a un Hitler humano, lo que constituía una forma de trivializar al monstruo, casi de rebajar el tamaño de sus crímenes, o de preparar el terreno para rebajarlos. La objeción es de una pobreza desoladora: el problema de Hitler es precisamente que era humano –tan humano como usted y como yo–, que su madre lo adoraba, que amaba a Eva Braun, que adoraba a su perrita Blondi, que trataba muy bien a su secretaria, Traudl Junge; y que, pese a ello, o más bien junto a ello, fue el mayor responsable de sumergir al mundo en una inédita orgía de sangre tras haber conseguido fascinar al país más civilizado de la tierra (y a medio mundo). El problema es que, igual que Yago, Hitler no era un monstruo ni un diablo ni un perro inhumano; si lo hubiese sido, el problema estaría resuelto: muerto el perro, se acabó la rabia. Pero no era un perro, y la rabia no se ha acabado. Continúa aquí, vivita y coleando, lo que significa que Hitler o algo parecido a Hitler siempre puede repetirse.
Ese es el problema. El primer problema, quiero decir. El segundo es todavía peor, porque es tan perdurable que no ha cambiado desde que Shakespeare lo denunció. El problema es que consideramos que el mal no guarda ninguna relación con nosotros, que no queremos verlo porque nos repugna y nos asusta, que hemos optado por considerarlo indescifrable e inhumano y decidido que no hay que intentar explicarlo, que explicarlo es casi justificarlo. Esta actitud es cómoda pero catastrófica; la razón es que nos vuelve extremadamente vulnerables: situar el mal en un lugar ajeno, inhumano e inexplicable, como hacen Rodrigo y Otelo, nos impide entenderlo y darnos las armas para combatirlo, lo que nos deja indefensos frente a él. Por eso es más urgente entender el mal que el bien. Y quizá, quién sabe, más fácil: al fin y al cabo, como escribió Imre Kertész tras pasarse la vida intentando descifrar su paso por Auschwitz, “lo verdaderamente inexplicable no es el mal, sino el bien”.
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