Las reinas de este mundo
ISABEL, la primera y la segunda; la reina Victoria, las reinas María y Ana… Muchas veces, más que en ninguna otra monarquía europea, el rey ha sido reina en Reino Unido. No lo habría notado si no fuera por mi hija, Beatrice, de ocho años. Adicta ella a Horrible Histories, un programa infantil que, a través de bromas e ingeniosas canciones, cuenta la pequeña historia del país, mi hija se dedica a recitar reinos y dinastías como antes recitaba nombres de hadas y princesas.
En los castillos Disney, las princesas necesitaban un príncipe que las descubriera y amara para reinar, pero los ingleses han logrado muchas veces prescindir de ese inconveniente. Una y otra vez las reinas han gobernado solas, o con un marido decorativo al lado. Y es innegable que esa contradictoria armonía ha determinado el carácter británico. Un pueblo cortés donde los caballeros aman la jardinería tanto como las damas y donde los parlamentarios de tendencias conservadoras usan de vez en cuando ligueros debajo del traje.
Isabel II ha cumplido 90 años y más de seis décadas de reinado no sólo sobre un país, sino sobre un marido que perdió incluso el derecho de darle su apellido a sus hijos y sus nietos. Isabel I se casó con Inglaterra, le gusta recordarme siempre a mi hija, feliz de haber hallado en el siglo XVI a una mujer que ya había descubierto que un hombre le haría perder tanto la libertad como el poder. ¿Cuánto de la libertad con que asumió los géneros William Shakespeare tiene que ver con esa monarca a la que se podía seducir pero nunca poseer del todo? La reina Victoria no se casó con Reino Unido, pero lo hizo con el muy serio príncipe Alberto, al que le horrorizaba que esculpieran hasta sus pantorrillas desnudas, me cuenta riendo mi hija. Se transformó en el marido ideal, serio, germánico, barbado y ausente, fallecido demasiado joven para convertirse en una molestia.
Mi hija aprende de la historia británica que la princesa no necesita despertar de un sueño para reinar. Aprende que lo contrario también ocurre y que los besos de Enrique VIII podían ser una verdadera sentencia de muerte. Su virilidad separó a la isla del resto de la cristiandad e hizo infelices tanto a hijas como a esposas. Quizás por eso los hombres ingleses se disculpan antes de saludar. Quizás por eso la puntualidad es una regla, como también parece serlo no quejarse si el transporte público la infringe. Quizás por eso es difícil encontrar en calles u oficinas cualquier rastro de insinuación insinuante.
Aunque esta ausencia se hace visible —y eso mi hija de ocho años ni puede siquiera intuirlo— en el pub. Ahí la alegría, la brutalidad y el placer que las reinas de este mundo han sabido controlar en los británicos se desatan en plena libertad. Ahí, y sólo ahí, esa virilidad, y todos sus equívocos, que la historia se ha ocupado de aplacar se desata a oscuras. Y lo hace con los suficientes grados de alcohol como para que todo quede olvidado al día siguiente y vuelvan a ser los perfectos súbditos de su majestad la reina.
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