Franco contra Ramón y Cajal
Un libro recuerda la demolición del legado del premio Nobel español por la dictadura
Santiago Ramón y Cajal se lanzó a intentar dar su primer beso a una mujer en 1876, a la edad de 24 años. Acababa de regresar de Cuba, adonde acudió como joven médico militar a combatir la insurrección contra la colonización española. Volvía del Caribe con el rostro pálido y los ojos hundidos, tras meses de malaria y disentería, pero con ganas de besar a su prometida. “Cierto día, pues, tras coloquio lánguido y anodino, llegó el trágico momento. Al despedirme, reuní todo mi valor; me acerqué a mi siempre severa novia y estampé bruscamente en su faz el ósculo proyectado”, relató décadas después en sus memorias, Recuerdos de una vida (1917).
La chica retiró rápidamente la cara. Le hizo una cobra a Ramón y Cajal. Y exclamó, con gesto de asco: “Jamás creí que me ofendiera usted de este modo. Mi educación y mis creencias me impiden tolerar tan pecaminosas audacias”. El joven aceptó racionalmente el rechazo. Era un médico enfermo y sin clientes, un fracasado. “Convengamos en que la perspectiva de viudez prematura en plena pobreza tiene poco de agradable”, reconoció.
El resto de la historia es más conocido: Ramón y Cajal recuperó su salud, se volcó en la investigación del sistema nervioso, describió las neuronas del cerebro, fundó la neurociencia moderna y acabó ganando el premio Nobel de 1906. Un año después, tomó las riendas de la recién creada Junta para Ampliación de Estudios (JAE), una institución que becaba a científicos españoles para que visitaran las mejores universidades europeas y americanas. Y alrededor del sabio creció una escuela de prestigiosos discípulos. Si el criterio de su primera novia fue la falta de perspectivas, se equivocó.
Los prestigiosos discípulos de Ramón y Cajal huyeron de España o fueron depurados
En 1935, un año después de la muerte de Ramón y Cajal, los billetes de 50 pesetas de la Segunda República llevaban impreso su rostro. España vivía la llamada Edad de Plata de las letras y las ciencias. Y el Instituto Cajal, dedicado a las neurociencias, se encontraba en la vanguardia de esta oleada de progreso. Hasta que llegó el general Francisco Franco.
Los ganadores de la Guerra Civil “desmantelaron” el legado de Ramón y Cajal en España, según denuncia el nuevo libro Science Policies and Twentieth-Century Dictatorships (Políticas científicas y dictaduras del siglo XX, de la editorial británica Ashgate).
“El Instituto Cajal era, sin duda, una de las instituciones científicas más prestigiosas de España, aunque parecía estar estrechamente ligado a la cultura liberal y secular representada por la JAE, o incluso al espíritu antiespañol, materialista e izquierdista de la propia República, según los vencedores de la Guerra Civil”, explica en el libro Rafael Huertas, investigador del CSIC y expresidente de la Sociedad Española de Historia de la Medicina. “Los que estaban al mando del nuevo Estado creyeron necesario llevar a cabo una limpieza política que purgara el Instituto de sus indeseables connotaciones, pero sin renunciar a los beneficios del prestigio internacional que Cajal y su escuela habían cosechado”, continúa Huertas.
La dictadura recién nacida en 1939 gaseó el instituto. El médico Dionisio Nieto huyó a México y se convirtió en el jefe de Investigación Psiquiátrica y del Cerebro del Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía. Miguel Prados Such se exilió en Canadá y consiguió una plaza de profesor de Psiquiatría de la Universidad McGill de Montreal. Gonzalo Rodríguez Lafora, jefe del laboratorio de Fisiología experimental del Sistema Nervioso creado por Cajal, fue condenado por el Tribunal de Responsabilidades Políticas a ocho años de inhabilitación especial para ejercicio de cargos públicos y al pago de una multa de 50.000 pesetas. Se exilió en México y dirigió allí el Instituto de Enfermedades Mentales, según detalla el libro La destrucción de la ciencia en España: depuración universitaria en el franquismo, editado por la Universidad Complutense de Madrid y coordinado por el historiador Luis Enrique Otero Carvajal.
Tras la Guerra Civil, un ingeniero agrónomo experto en vino tomó las riendas del Instituto Cajal
“Otros discípulos de Cajal permanecieron en la España de Franco y fueron sometidos a procesos de depuración”, relata Huertas. Francisco Tello, que había relevado a Ramón y Cajal al frente del instituto, fue destituido y despojado también de su cátedra de Histología en la Universidad Central de Madrid, la actual Complutense. “En el proceso de depuración fue acusado de ser ateo, de haber mantenido su puesto durante la guerra, de haber firmado el manifiesto de intelectuales contra el Ejército nacional tras el bombardeo de Madrid, de haber ocupado puestos altos como el de decano de la Facultad de Medicina y de no haber cooperado con el triunfo del Glorioso Alzamiento”, narra Huertas, investigador del Instituto de Historia, en Madrid.
El Instituto Cajal se vació de cerebros, en consonancia con el resto de España. El ministro de Educación entre 1939 y 1951, José Ibáñez Martín, había asumido la misión de “recristianizar la sociedad”. De los 580 catedráticos que había en la universidad, 20 fueron asesinados, 150 expulsados y 195 se exiliaron, según refleja el historiador Manuel Castillo, catedrático emérito de Historia de la Ciencia en la Universidad de Sevilla, en su libro Enseñanza, ciencia e ideología en España (1890-1950).
Sobre las ruinas de la JAE de Ramón y Cajal, la dictadura franquista creó en 1939 el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) para intentar “la restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias destruida en el siglo XVIII”, según su ley fundacional. Al frente se situó José María Albareda, un especialista en ciencia del suelo que era miembro del Opus Dei y más tarde fue ordenado sacerdote. Albareda, según recoge Huertas, colocó a científicos de confianza, “católicos leales al régimen”, y sin conocimientos de neurociencia en los mandos del Instituto Cajal. “El centro mantuvo el nombre, porque daba prestigio, pero se vació de contenido”, lamenta el historiador. En 1941, en la silla de director, antaño ocupada por el premio Nobel, se sentó Juan Marcilla, un ingeniero agrónomo experto en vino.
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