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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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La cocina que apaga el fuego

La Fundación El Cielo, en Colombia, ha creado un espacio de diálogo entre víctimas y exguerrilleros que estimula el encuentro y llaman “proceso de perdón y reconciliación a través de la cocina”

Rubén Romero Díaz en el restaurante El Cielo.
Rubén Romero Díaz en el restaurante El Cielo.

Rubén llega a la mesa llevando una jarra de caldo con el que termina de montar el plato de pescado que me acaban de servir. Viste el uniforme que lo distingue como cocinero y repite un gesto cada día más frecuente en los restaurantes de nuestro tiempo, incorporando el equipo de cocina al servicio tanto para rematar el plato en la mesa como para cantarlo, que es como distingue el argot culinario a la descripción de la comida ante el cliente. Vuelve pocos minutos después con unos camarones cocinados en sal y termina el servicio mientras lo explica. Todo es normal, salvo el ligero cojeo que desvela al andar.

Estoy en el comedor de El Cielo, el restaurante de José Manuel Barrientos en Medellín (Colombia), y sus cocinas son el escenario en el que Rubén Darío Romero Díaz vive desde hace cuatro años su segunda vida, aunque bien pudiera presentarse como la tercera. La primera duró 18 años y la pasó con sus dos hermanos en la casa de sus abuelos —el conflicto armado que desangra Colombia le quitó a la madre y la vida alejó a su padre—, en la zona de Urabá, en Antioquia. Ayudaba a su abuela Esperanza y al abuelo Santander en la cocina y las labores del campo y en algún momento soñó con acabar siendo cocinero.

La zona de Urabá definía un campo de batalla que se dirimía en tres frentes, protagonizados por la guerrilla, las autodefensas paramilitares y el Ejército colombiano, con otros tantos caminos marcados para los jóvenes, más allá del de la huida. Rubén se alistó en el Ejército antes de ser reclutado a la fuerza por los paramilitares, como sucedió con su hermano, o la guerrilla. Lo entendió como la mejor forma de encontrar una salida y poder buscar un futuro. Empieza una segunda vida insertado en el Batallón de Ingenieros Bijul Julio Rondoño, hasta que, tres años después y sin cumplir los 21, pisa una mina en la zona del Chocó y pierde la pierna derecha.

“Cuando pierdes una parte del cuerpo es que te arrancan la vida. Piensas que no hay manera de seguir adelante”, me dice Rubén sentado junto a mí en el comedor del restaurante. Bien mirado, la tercera vida de Rubén es la que finalmente le sonríe y se concreta poco después de eso, con una pierna metálica articulada en el lugar de la que pisó la mina y tras un curso para soldados heridos impartido por la Fundación El Cielo.

El trayecto que trajo a Rubén desde el campo de batalla hasta una de las cocinas más señaladas de Colombia es el mismo, o muy parecido, al que han seguido otros 200 soldados heridos en combate en los últimos nueve años. Poco después visito la escuela de cocina del Centro de Rehabilitación Héroes del Paramillo, en el cuartel de la cuarta brigada, en Medellín, donde un grupo de 30 soldados sigue un curso de panadería que dura tres meses. Hay cursos de cocina, de panadería y de barista, una profesión cada vez más demandada en un país que vive para el café. Algunos practicarán en las cocinas de El Cielo.

La Fundación El Cielo tiene otro espacio, discreto y alejado de la mirada del público, en el que trabaja con desmovilizados, que es el eufemismo que identifica a los antiguos guerrilleros que buscan la reinserción. Son grupos más pequeños —entre tres y nueve alumnos— pero siguen los mismos ciclos y cumplen programas idénticos. Han sido 80 en los últimos años y reciben las mismas oportunidades que los soldados. Rubén comparte la partida de pescados y mariscos con dos desmovilizados. No debe de haber sido un proceso fácil para un mutilado pero la Fundación ha creado un espacio de diálogo que estimula el encuentro y llaman “proceso de perdón y reconciliación a través de la cocina”. Es una iniciativa que se maneja a pequeña escala, pero parece que funciona. Al menos Rubén lo tiene claro. “Me dieron la oportunidad de conversar con exguerrilleros, acepté trabajar con ellos y hoy no me arrepiento. Trabajo con dos desmovilizados y los considero amigos, pero sobre todo son mis compañeros”.

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