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Columna
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La araña y el enano

Está Fanjul en la ciudad? –repitió Arturo.

La mujer se pasó la mano por su largo cuello y ladeó la cabeza.

–¿Tiene ganas de verle?

–Digamos que para la buena marcha de nuestros asuntos –señaló a Heberlein-, sería conveniente que cada uno siguiera su camino. De momento –añadió.

–No se preocupe, Fanjul desapareció hace tiempo, nadie sabe dónde está. Yo soy quien lleva ahora el negocio.

–Espléndido. ¿Puedo llamarla Pepe?

–Querido, puede llamarme como más le guste.

–Pepe, entonces. Lo primero: ¿qué es de Arnáiz?

La mujer frunció el ceño.

–No tengo noticias, y créame, resulta preocupante.

–Entiendo… Entonces, ¿cómo se supone que vamos a llevar adelante nuestro encargo?

–Tendré que pedir instrucciones.

–Muy bien. Entretanto necesitamos más penicilina para herr Schelle. Y un lugar donde pueda quedarse, los británicos me tienen tomada la medida –le resumió brevemente su encuentro.

–Me ocuparé de todo.

–Y encárguese también de que nos den algo de dinero, estamos en las últimas.

–Déjelo en mis manos. Ahora disfruten de su copa, necesito algo de tiempo para organizar el alojamiento. Herr Schelle –se dirigió al alemán-, está usted entre amigos.

Schelle se lo reconoció con un movimiento de cabeza. La mujer miró a Arturo. Se recolocó el monóculo, fue directa al grano.

–¿Le apetece estar con alguna?

Señaló a una pareja de chicas en la barra que se contaban confidencias al oído.

–No tengo un duro, Pepe.

–Obsequio de la casa para nuestros más eminentes héroes.

–De nuevo se lo agradezco, pero no es el mejor día.

–Es usted tímido, señor Andrade. Quizás le vayan más los chicos, tenemos verdaderos ángeles, aunque cuestan un poco más, pero le reitero el regalo de la casa. Directamente de las Juventudes Hitlerianas, a muchos de los clientes les gusta que lo hagan con el uniforme puesto.

–Gracias, pero no.

La mujer adoptó de nuevo un gesto de aburrimiento, se levantó y les dejó a solas. En el escenario la ninfa desnuda concluyó su número cuando un ayudante le acercó un brillante batín; esta se apresuró a cerrárselo con decoro, saludó y desapareció entre aplausos dispersos. El batería del grupo comenzó un redoble larguísimo de tambor para anunciar el siguiente número. La artista era una mujer obscenamente gorda, en ropa interior de satén, como si fuera el reverso de la anterior. Llevaba una peluca de color azul y en una mano tenía una enorme tarántula, que colocó sobre unos pechos que desbordaban el sujetador. El pausado movimiento dactilar de la araña mientras se desplazaba mantenía a la audiencia en vilo. La artista se quitó el sostén y empujó la araña hacia sus pezones.

–¿Ve lo que sucede cuando no hay orden? –dijo inesperadamente Heberlein-. El caos, la decadencia…

Arturo adoptó un gesto mordaz.

–Esto siempre ha sido, herr Schelle.

Ordnung muss sein… Los judíos y comunistas marchan a sus anchas por la patria, regresamos a la fétida ciénaga de Weimar.

–Ustedes terminaron en otra, de ciénaga en ciénaga, no hay mucha diferencia.

–¿A qué se refiere?

–Me han contado que no tuvo muchos miramientos en Ucrania.

Su rostro se descompuso.

–Yo cumplía órdenes, herr Andrade, exactamente igual que usted, Befehl ist Behelf. Luchábamos contra el comunismo. ¿O no llevó un uniforme igual que el mío?

Arturo sonrió con indulgencia.

–Yo pasaba por allí. Me he ocupado de unos cuantos ruskis, eso no lo niego, pero le puedo asegurar que me es indiferente si un tipo está circuncidado o no.

–Propaganda judía, comunista, anglosajona… Alemania es una víctima, primero del Tratado de Versalles y de los traidores internos que nos apuñalaron por la espalda, y luego de una conjura mundial. Nuestra responsabilidad fue y sigue siendo defender el honor germánico, debemos ser fieles a esa idea, de una lealtad absoluta.

–¿Leales a qué? La guerra se ha perdido, ¿se puede ser leal a quienes llevaron a su país a la derrota?

Heberlein adoptó una mueca obstinada, los ojos le brillaron.

–Usted parece no entender, herr Andrade. Usted cree que el problema étnico, la pureza racial es solo una obsesión alemana. No obstante, cuando nosotros llegamos los polacos ya perseguían judíos, los rusos ya perseguían judíos, los ucranianos ya perseguían judíos… Y también se mataban alegremente entre ellos, polacos contra ucranianos, rusos contra polacos y ucranianos… Nadie quiere a los judíos, cuando regresan a sus países no les devuelven sus posesiones, y lo que la guerra no consiguió, el Judenfrei, lo está logrando la paz, herr Andrade: se marchan a Palestina, y allí atacan a los británicos. No hay sitio para ellos en Europa, nunca lo habrá. Pero no hablamos únicamente de los judíos, el virus de la homogeneidad racial está suelto, los checos expulsan a minorías húngaras, los húngaros expulsan a minorías rumanas, los griegos echan a los albaneses, los yugoslavos a los italianos, los búlgaros a los turcos y gitanos, los rusos a los finlandeses… ¿De qué me está hablando, herr Andrade?, ¿somos los únicos culpables?

En el escenario la mujer continuaba guiando a la tarántula por lugares cada vez más íntimos a medida que se despojaba de su ropa interior, acompañada por una música oriental. Finalmente, la artista hizo un gesto y el ayudante entró con una cajita donde ella depositó a la araña. Acto seguido la mujer se colocó a cuatro patas y esperó. Arturo dio un sorbo a su whisky. Respondió.

–Mi trabajo no consiste en juzgarle, sino en sacarle de aquí. Y es lo que voy a hacer.

–Brindo por ello –dijo Heberlein.

–Yo no.

El alemán elevó su copa de todas maneras y bebió.

–¿Sabe? Si hubiéramos llegado a Moscú nada de esto se pondría en tela de juicio.

–Quién sabe…

–Si hubiéramos tomado Moscú, herr Andrade, si nuestros hombres hubieran entrado en Moscú…

El licor pareció animarle y empezó a canturrear, Denn heute gehört uns Deutchland, und morgen die ganze Welt… Sí, consideró Arturo, Alemania había sido suya, y aquel individuo seguía pensando que mañana el mundo entero. ¿Qué pensaría Whealey de aquella repentina alegría? En escena, la acción continuaba, y un enano desnudo hizo su entrada triunfal entre los vítores y aplausos de un público completamente entregado. El enano se mostró de frente, con los brazos en jarras, mientras bamboleaba el enorme pene que le colgaba entre las piernas. Arturo no pudo reprimir una sonrisa y silbó con energía. Heberlein se acercó entonces a su perfil.

–Capitán, he de pedirle una cosa…

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