Lorelei
La primera imagen que se le vino a Arturo fue la de las almas del inframundo que gritaban e intentaban atrapar a Odiseo cuando fue en busca de Tiresías. Se fijó más y lo que vio fue un cansado rostro de mujer iluminado por una linterna.
–Vente conmigo –le dijo la chica.
Se trataba de una de las miles de mujeres que se prostituían en la ciudad por unos cigarrillos o unos marcos. A veces por una simple lata de pasta de carne. Era el hundimiento moral de toda una nación, donde innumerables jóvenes consideraban normal acostarse con un desconocido a cambio de una tableta de chocolate. El orgullo, la dignidad, con unos perfiles tan irreconocibles como la ciudad, quedaban anulados por una lucha animal por la supervivencia: la comida a cambio de cualquier humillación o depravación. Arturo negó con la cabeza y la linterna se apagó, devolviendo a la mujer a las tinieblas. Se dio la vuelta y comprobó el estado de Heberlein. Estaba tiritando pero le aseguró que aguantaría. Arturo volvió a tensar las cuerdas y, a medida que avanzaba, se encendían más linternas o mecheros, rostro tras rostro las almas le ofrecían toda clase de tentaciones ante las que Arturo solo podía sentir lástima y cierta mortificación. Se detuvieron antes de cruzarse con la Elssholzstrasse; a un tiro de piedra estaba el edificio prusiano que albergaba el Consejo de Control Aliado, y antes había sido la sede de los tribunales nazis dedicados día y noche a impartir injusticia. No fue difícil encontrar el Lorelei, la concentración de vehículos militares era parecida a la producida en los días previos al desembarco de Normandía. Chóferes que fumaban sentados en los capós; oficiales que entraban y salían permitiendo en el intervalo que se escuchara la música del interior; colilleros escudriñando el suelo, que se ganaban la vida recogiendo los restos de los cigarrillos para luego volver a liarlos en pitillos enteros y venderlos. Arturo detuvo la marcha y se acuclilló al lado de Heberlein. Le explicó escrupulosamente la situación.
–…así que, herr Schelle, tenemos que entrar ahí y buscar al tal Pepe o estamos jodidos. Haga un último esfuerzo; si no se ve con fuerzas, apóyese en mí y haga como que está borracho.
Heberlein asintió y se puso en pie con esfuerzo. Arturo vigiló que no se tambalease demasiado; se dirigieron hacia la entrada, donde había un tipo enorme que podrías imaginar fácilmente vistiendo piel de leopardo y doblando barras de hierro. Cuando les vio llegar, les interrumpió el paso.
–No se puede entrar –les advirtió con un fuerte acento sajón.
–Solo queremos divertirnos.
–Este sitio es solo para oficiales.
–Soy capitán.
–¿Y eso dónde lo pone?
Arturo no podía correr el riesgo de montar un escándalo. Adoptó su sonrisa más diplomática.
–Dígale a Pepe que le buscamos.
El gigante tuvo un rictus de desconcierto, pero no dudó en asentir y les acompañó al interior del local. A través del humo Arturo vio el chorro de luz de un proyector: sobre el escenario, una joven desnuda fingía acariciar un arpa en posición estática mientras al fondo, indiferentes al cuadro artístico, un grupo de cuatro músicos tocaba un apresurado foxtrot. Camareros con camisas almidonadas se abrían paso sosteniendo las bandejas muy en alto, entre las mesas apiñadas y el ambiente brumoso; en la pista, uniformes ingleses, rusos, franceses, americanos, y chicas con vestidos de verano que seguían el ritmo; en la barra bebían más uniformes y mujeres de carmín brillante y sonrisas postizas. Entre las féminas algunas tenían un sospechoso aire masculino. El forzudo les guió entre la espesa neblina, el chocar de vasos y las carcajadas hasta un reservado de terciopelo y satén rojo. Cuando se acomodaron, el gigante hizo un gesto a un camarero para que se acercase y les preguntó qué querían beber. Arturo contestó por los dos.
–Creo que el vodka se me ha atragantado –dijo mirando a uno de los Ivanes-. ¿Qué tal un par de whiskys?
El gigante sonrió, dio las instrucciones pertinentes y desapareció. En el escenario, la chica desnuda se había levantado y se inclinó hacia delante para apoyarse contra el arpa al tiempo que abría las piernas a fin de mostrarles la versión berlinesa del cuadro de Courbet. Volvió a quedarse quieta.
–Tenemos una mesa con buenas vistas, Herr Schelle -comentó Arturo-. En realidad, lo único que buscamos durante toda la vida.
–Se agradece el calor.
–¿Cómo se encuentra?
–Mareado, pero un poco mejor.
–El señor Fleming sigue haciendo sus milagrerías, pero necesitamos conseguirle más hongos -señaló el ambiente brumoso-. Los pieles rojas dicen que el humo confunde a la muerte, lo acepta como un sustituto del alma humana. Aquí parece que estamos seguros. Entretanto, disfrute del espectáculo.
Pero Arturo sabía que la seguridad no era más que uno de los grandes autoengaños de la humanidad. Entrecerró los ojos para vigilar aquel ambiente escurridizo. Un camarero les trajo las bebidas y Arturo animó al alemán a brindar con su whisky; Heberlein bebió sintiendo cómo un fuego se le clavaba en el estómago. Sonó un aplauso cuando la banda paró para hacer un descanso y el vacío se llenó con el repentino volumen de las conversaciones y las risas. De entre la niebla surgió una figura alta, en esmoquin; era una mujer con una melena lisa y negra, un cutis de cera y un monóculo en el ojo derecho.
–Buenas noches y bienvenidos al Lorelei. Me han dicho que buscaban a alguien.
–Buenas noches -respondió Arturo-. Para ser más exactos buscamos a Pepe.
El rostro de la mujer permaneció impasible.
–Lo tienen ustedes delante. ¿Cómo me encuentra?
Arturo no lo dudó.
–Arrebatador…
La mujer hizo un gesto de aburrimiento y se sentó con ellos.
–¿Desde cuándo tiene España estas embajadas? -preguntó Arturo.
–Desde que la Falange montó una red de locales durante la guerra para tener un soporte económico en Berlín. Esto es lo que queda. Lo organizó todo Fanjul, creo que usted le conoció.
La cara de Arturo se petrificó. Alfredo Fanjul, uno de esos enemigos que casi le habían costado la vida: pequeño, cetrino, vanidoso, astuto, borracho. Pero, sobre todo, con una deuda por cobrar. En su mente se solaparon imágenes tan sangrientas como hipnóticas, Tú te crees mejor que yo, Arturo Andrade – silabeó Fanjul en su cabeza-, la carnicería del asalto al Reichbank, pero yo te conozco, he conocido a muchos como tú y sois los peores, la angustia, los gritos de ira y terror, los caprichos del humo, las explosiones, el crepitar de la fusilería, porque tenéis el corazón tierno pero manos de carnicero, la huida por las cloacas de Berlín, las aguas fangosas y nauseabundas de los corredores llenas de cadáveres que flotaban y giraban, y por eso podéis hacer cosas horribles, porque no os paráis a pensar, ya que si no sufriríais demasiado… Sois una tragedia. Nos volveremos a ver, le había dicho Fanjul.
–¿Fanjul está en la ciudad? –preguntó Arturo.
var component =
'container': '1464868802',
'id': '',
'type': zeiEps.dyn.comp.MAGNET_LINK,
'beacon': zeco.dyn.beacons.ON_DOM_CONTENT_LOADED,
'params': {
element: 'fixedAdv',
magnetLink: '1464868802'
};zeco.dyn.Dynamizer.getInstance().push(component);
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.