Quiero confesarte
Pablo. No sé si escribirte como a un padre, como a un abuelo o como a un amigo que nunca tuve. No te conocí. Tenía tres años cuando te enterraron, pero tu perfil oceánico, tu eterna boina, tu poncho y tu voz nasal de alguna manera siempre estuvieron ahí. Como Dios mismo, en todas partes y en ninguna, Pablo. Cada vez que tus amigos o discípulos trataban de humanizarte, de hablarme del escusado pintado de flores, de las comilonas interminables en Isla Negra o de las siestas leyendo novelas policiacas, sentía que te alejabas más.
Como casi todos los poetas y narradores chilenos de mi edad, trato, cuando me preguntan por mis influencias, de olvidar tu nombre porque es demasiado evidente que al ser chileno no me queda otra que ser nerudiano. Lo soy sin ti, contra ti, lejos de ti y, sin embargo, fatalmente a tu lado, Pablo. Tan presente tu ausencia, Pablo, tan inevitable tu verbo que a los 20 años tuve la audacia de corregir el Canto general, que llamé El general, sacando todos los adjetivos y explicaciones que sentía que sobraban. El gran poema didáctico, la definitiva historia de América no sobrevivió en el juego, pero algo distinto iba surgiendo de mi intento de censurarte. Algo que era también tuyo, indestructible. Porque tachados, borroneados, seguían tus versos parándose solo, diciendo otras cosas que la que querían decir, pero diciendo aún, vivos aún a pesar mío.
¿De qué otro poeta puedo decir eso? ¿A qué otro poeta se le puede sacar la mitad de cada verso sin que estos dejen de ser poesía? Hace años que, con los labios apretados y los puños cerrados, tienes mi admiración, Pablo. Pero algo me dice que eso no te basta, que eso nunca te bastó. Siento que algo en tu incombustible figura de niño gigante hubiese esperado que te quisiera además. Por eso te escribo, para calmar esta ansia de ultratumba. Eso también quiero confesarte. Después de tantos años de leerte y olvidarte, de copiar y borrar las pistas de mi copia, he llegado por fin a quererte, que es la única forma que tengo de comprenderte. Después de décadas de ser un fantasma, creo que llegué a vislumbrar el hombre que me perdí de conocer cuando falleciste en septiembre de 1973.
Las cosas son, a veces, tan estúpidamente simples, Pablo. El otro día vi por YouTube una entrevista tuya de la televisión noruega. La entrevista era en colores, la habías dado en la Embajada de París, vestido de chaqueta y corbata. Hablabas de política con tino y cuidado. Ese simple cambio de formato, el color en vez del blanco y negro, el traje de diplomático en vez del disfraz de poeta, obró la diferencia. Por primera vez supe en esas imágenes que tu piel era de carne y sangre, que tu cuerpo se acomodaba como el de mis abuelos en su corbata y traje. Esas imágenes de mala resolución me permitieron al fin perdonarte tu grandeza porque vislumbré cómo sin dejar de ser Pablo Neruda también eras Neftali Reyes Basoalto, el profesor de francés, el cónsul más o menos honorario, el senador y el candidato presidencial que va de pueblo en pueblo dando la mano a los desconocidos. En esas imágenes eras el gigante que escribe y el hombre que se cansa de hacerlo para cumplir con lo que realmente requiere genio, paciencia, trabajo e imaginación: ser en tu tiempo, como en este, un simple ciudadano.
Pablo, en eso también ahora eres mi maestro, en la idea de que el genio no basta si no habita las vastas estepas vírgenes del sentido común, donde sin perderte nunca del todo te internaste en la aventura más definitiva: ser un hombre después de todo.
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