Sobre la pérdida del yo
AUNQUE estábamos en primavera, el día, como ven, amaneció otoñal, un poco triste. El rostro del segundo plano, que parece hundirse en una masa de alquitrán, es el de Mario Conde y está cayendo dentro de sí mismo mientras la lluvia golpea con ruido y furia los cristales del automóvil. Su acompañante es un guardia civil. Significa que quizá Conde regresa al monasterio budista de Alcalá Meco, donde ya pasó una temporada, y del que salió completamente transformado, libre al fin del yo, que está en la raíz de todos los males que nos aquejan. Era un exbanquero zen que levitaba al recordar a sus compañeros de presidio de los que tanto aprendió y a los que tanto enseñó en las infinitas y tediosas tardes de patio y tele. Los espectadores echábamos de menos la túnica, pues regresó al siglo con el mismo uniforme de ejecutivo agresivo con el que había entrado y se fue corriendo a 13 TV, un canal claramente utilitario, lo que chocaba también con la espiritualidad inútil adquirida entre rejas.
Y es que nos había engañado. No es que se hubiera desprendido del yo, sino que lo tenía a buen recaudo en un paraíso fiscal desde el que lo iba repatriando a plazos para no llamar la atención de los inspectores de Hacienda. Hoy recuperaba 300.000 euros de yo, mañana 100.000, y así de forma sucesiva hasta no sé cuántos millones, que tiene un ego enorme este budista de cartón piedra y corbata de seda. Nos preguntamos a qué religión se convertirá en esta nueva etapa de su vida. El mercado de productos espirituales sigue en alza y Conde tiene muy buen ojo para detectar las tendencias.
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