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La palabra viral

Getty
Martín Caparrós

PALABRAS hay que se delatan, cual si de lata fueran fingiéndose de plata”, escribió aquel maestro, pero no debía pensar en la que yo ahora pienso. Porque esa palabra, entonces, no existía.

La palabra, a veces, es anterior a la cosa. Decimos felicidad y esperamos sentirla alguna vez; decimos muerte y seguimos lo bastante vivos. La palabra virus tiene varios siglos: existió mucho antes de que descubriéramos esos bichitos que intentan destruirnos. Científicos los dedujeron a fines del siglo XIX; recién en pleno XX pudieron verlos con brutos microscopios. La palabra virus, antes que eso, significaba “veneno, podredumbre” –y no existía la palabra viral.

Viral apareció cuando los virus se hicieron protagonistas de las enfermedades: los sustantivos que importan no tardan en producir sus adjetivos. Faltaban unos años, todavía, para que los ordenadores empezaran a rapiñar palabras: eran tiempos en que ratón, programa, virtual, salvar, ventana querían decir otras cosas. A virus le pasó lo mismo: era una enfermedad que atacaba a los cuerpos vivos y pasó a ser una con que algunos vivos atacaban a los ordenadores –y de allí a viral, eso que te interesa pero no te interesa pero te interesa.

Viral es una palabra inglesa que tiene la ventaja de ser igual en varias lenguas. No sólo por eso se ha vuelto viral y tantos se revuelcan en ella con denuedo. Viral lo es porque describe un fenómeno tan contemporáneo: la “propagación veloz de información”, según el Oxford Dictionnary. Decíamos que el nombre de la cosa la delata: ¿no es curioso que hablar de enfermedad y contagio sea un elogio?

Alguien diría que, ahí detrás, el sentido sigue agazapado: que llamar virales –infecciosos– a esos contenidos que los medios actuales buscan por su capacidad de difusión parece un intento de (des)calificarlos. Pero viral no se fija en esas pequeñeces: no le importan los contenidos; le importan sus efectos. La viralidad –tan cercana a la virilidad–, que fue primero una medida del interés de un contenido, se transformó en un fin en sí mismo, para el que todo vale: mientras consiga clics, da igual analizar la guerra yihadista o mostrar morisquetas de tu perro o la teta izquierda de la buenorra del momento o una lista de ésas siempre listas. Sólo que la yihad será menos viral, casi seguro, y la batalla entre el perro y la teta será épica.

El gurú de estas infecciones es un señor de 27 años llamado Emerson Spartz, creador de docenas de sitios web, que el New Yorker llamó “el Virólogo”; Spartz proclama que la meta de sus medios es acumular cualquier contenido que “se viralice” –y que no importa lo que sea. “Está claro cuál es el barómetro definitivo de la calidad: si algo es compartido en las redes, es bueno”, dice. Spartz parece un caso extremo pero es sólo el más sincero: muchos medios serios se dedican muy seriamente a seguir sus recetas. No importa comunicar, contar, analizar, hacer preguntas; importa el tráfico –otra palabra delatora. Spartz explica, por ejemplo, que cada vez que publica un artículo le pone una docena de títulos distintos; un programa registra cuál atrae más visitas –cuál es más viral– para ponérselo a todos. No hay convicción, hay encuesta incesante; en el mundo viral los “productos” no son opinables sino mensurables. Computar, no pensar, es la consigna –y mil millones de moscas, se sabe, son la viralidad casi perfecta.

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