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Columna
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Cosmopolitas y ‘cosmopaletos’

Manuel Rivas

EN Nantes, en un espacio llamado Le Lieu Unique (el lugar único), ciertamente único, donde se celebra el encuentro Las palabras del mundo, pude conocer al joven escritor filipino Miguel Augusto Gabriel Syjuco. Su primera novela, titulada Ilustrado (publicada en España por Tusquets), una obra polifónica, conmovedora, ha sido muy leída, celebrada por la crítica y premiada en varios países, con elogio de medios como The New York Times, que la señaló como una de las grandes obras contemporáneas. Nacido en Manila y residente en Montreal, para firmar se queda con el nombre de Miguel, Miguel Syjuco, y me comenta, en castellano, que sigue siendo muy frecuente en Filipinas la onomástica española. Pero que no queda mucho más. En su resumen, lo que se capta de España, de la atención de España hacia ese gran archipiélago que fue colonia hasta 1898, es ignorancia, desinterés e indiferencia.

Quedan, eso sí, palabras como islotes de memoria. Y una de ellas es esa: ilustrado. Sinónimo de culto, liberal y rebelde frente a las injusticias. Ese era el sobrenombre de José Rizal, el héroe nacional filipino, ejecutado en 1896 con el cargo de sedición. Pepe Rizal no era independentista, pero pedía un trato igualitario para Filipinas en las Cortes y que se respetasen las libertades. Había estudiado medicina en Madrid, donde se hizo masón, en una logia llamada Acacia. El ilustrado Rizal escribió novelas y poemas en español. En el dramático tramo final de su vida, le apoyó y acompañó su amor belga, Josephine Bracken.

De lo que no hay ninguna duda: el ilustrado era el perfecto cosmopolita. Entendían su país como un lugar en el mundo. Un local universal.

Hace poco me encontré con un busto de Rizal en la Universidad de Santiago al lado de otro ilustrado, Simón Bolívar. Los bustos no estaban arrestados, pero sí en una sala que suele permanecer cerrada como el subconsciente de la historia de España: no solo fracasó como imperio, sino también como eximperio, incapaz de integrar de forma autocrítica y fértil su pasado. Yo mismo me sentí cohibido con la compañía en estatua de Rizal y Bolívar, con temor a ser interpelado por algún catedrático taciturno, de esos que están empeñados en devolvernos al clima intelectual del Desastre del 98.

En aquella época, la del Desastre, se puso de moda la distinción entre “naciones vivas” y “naciones moribundas”. Si no te apuntabas a la tesis de la “nación moribunda” eras un traidor o un cantamañanas. Pues estamos en una situación semejante, con un ambiente intelectual dominado por el síndrome Me Duele España, pero además transmitido por radio y televisión y multiplicado por las nuevas tecnologías. La competencia en este sentido es feroz. No es lo mismo el dolor Facebook o Twitter, que es un dolor moderno, tipo “dedo de BlackBerry”, en que te duele España en el dorso del índice o el pulgar, que el dolor tertulia, que es tipo jaqueca, a la vez catastral y metafísico. Y no te puede doler lo mismo en un artículo digital que en un texto impreso. A mí, por ejemplo, en digital me duele más la España invertebrada y en el papel la España cervical.

No quiero frivolizar. A mí también me duele España. Pero me duele al revés de este dolor retrógrado del Desastre, de ese dolor tradicional de una España encamada, o del dolor ceñudo, severo y tragicómico de Aznar, que es un dolor que le duele hasta a Rajoy. A mí no me duele la España de la memoria, sino la de la desmemoria. No me duele la España diversa, sino la que añora la imposición uniforme. No me duele la España plural, con partidos que exploran lo alternativo, sino la España aberrante de la corrupción a mansalva. No me duele la España de Ada Colau, de Manuela Carmena, de Susana Díaz, de Cristina Cifuentes, de Uxue Barcos, de Mónica Oltra, sino la del “histerismo machista” que solo concibe a la mujer en un papel subalterno. No me duele la España de quienes han tenido el valor de pasar de la indignación a la implicación, y sí me duele, y asusta, el desastre de la creciente desigualdad. Y me duele España por la parte del Sáhara, de Siria, e incluso del Ártico.

En la España del Desastre, toda la perspectiva se reduce a mirar los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados… Se cae así en aquello que siempre se criticó a los nacionalismos periféricos. En el “aldeanismo” no importa el tamaño de la aldea: también puede haber aldeanismo de Estado, e incluso continental. Y como escribió Octavio Paz: puede ser más cosmopolita un campesino en una montaña remota que un ejecutivo en Manhattan. En la España del Desastre, hay quien confunde el cosmopolitismo con el cosmopaletismo. Hay que leer más, sí. Por ejemplo, Ilustrado, de nuestro filipino Miguel Syjuco.

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