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Columna
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Querido abuelo

NO es fácil resumir los 17 años transcurridos desde tu muerte. Diecisiete años sin tu amparo. Como el espacio que me han concedido para esta extraña comunicación es escaso, a riesgo de obviar asuntos relevantes mencionaré sólo lo que te atañe directamente: las dos estirpes de tu descendencia se separaron nada más morir tú, murió tu última mujer y murieron los dos hijos varones de la primera, mi abuela. Desde entonces la muerte se ha convertido en rutina. Mi propio padre murió hace ya nueve años.

Pero vayamos a lo bueno, que igualmente lo ha habido: he publicado algunos libros, y si bien no estudié las oposiciones que me recomendabas, me atreví a ser padre. Tú, que lo fuiste 11 veces, sin duda adivinas el volantazo de miedos y alegrías antes desconocidas que ha pegado mi vida. A mí, en cambio, padre de un único hijo, me cuesta imaginar qué componendas tuviste que hacer contigo mismo para permitirte tu fabulosa fecundidad. Once hijos es demasiado. Los sacaste adelante, nadie puede reprocharte lo contrario. ¿Pero a qué precio? ¿Fuiste justo con todos ellos? ¿Y qué significa exactamente sacarlos adelante? ¿Alimentarlos mientras fueron menores? ¿Procurarles estudios?

Tendemos a pensar que los muertos permanecen inalterados en la memoria de quienes los conocieron en vida. Y sin embargo los que quedamos atrás seguimos viviendo, seguimos sintiendo y es inevitable que, a la vez que cambiamos, revisemos el pasado. No puedo ocultarte que mi idea acerca de ti se ha modificado. He leído, por ejemplo, el tropel de cartas con que durante casi once años alimentaste el amor de mi abuela mientras ella permanecía en Galicia con los niños y tú buscabas acomodo para tus ambiciones en París, en Burgos, en Madrid…, donde fuera que tu temperamento siempre insatisfecho te llevara. Más allá del padecimiento de la mujer a quien decías amar, que murió fatigada por el asma cuando la penuria de la posguerra recién terminaba, me pregunto si te paraste a considerar las consecuencias que tu ausencia tan prolongada podía acarrear a los cuatro hijos que compartíais. Ojalá que no. Conozco los estragos silenciosos que el tiempo les produjo y, muchos años después, en la hora triste de tu muerte, deudor tú de otra familia, sufrí, cómo no, la quiebra en que tu olvido postrero de ellos nos sumió a todos.

Añoro los momentos en los que buscaba el refugio fértil de tu biblioteca, en los que te interrogaba sobre cualquier cosa y tu voz segura y cálida me daba respuestas estimulantes y justas. Personalmente no puedo reprocharte nada. Soy hijo de azares diversos, pero uno, y fundamental, fuiste tú. Sé que los tiempos eran otros, sé que tú mismo eras el desvalido producto de naufragios familiares anteriores a ti y, si me abstraigo, incluso soy capaz de admirar el solipsista desapego con que perseguías tu destino de escritor. No creas, por otra parte, que ni una sola de tus enseñanzas lo fue en balde. En cuanto al final, eras viejo, eras débil, quizá no fue del todo tu voluntad. Como escritor, no me sorprende. La realidad –eso también me lo enseñaste– está hecha de claroscuros y tú –tan poderoso en tantas facetas– no podías ser menos. Yo no estoy a salvo, por supuesto. Asumo que el relato esbozado en estas líneas seguramente contiene fisuras. Perdóname la ceguera, si es así, y perdóname la exhibición de nuestra intimidad. Mi amor, aunque atormentado, sigue intacto.

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