Trillizos en el útero
DA la impresión de que ahí dentro, con todas esas paredes forradas de materia gris, no puede ocurrirle a uno nada malo. Durante mucho tiempo escribí y leí en una biblioteca pública cuya arquitectura se parecía a la de un cráneo. Sus usuarios éramos las ideas que circulaban por el interior de la bóveda, o tal era mi fantasía. El cerebro de aquella cabeza estaba compuesto por el conjunto de libros que se desplegaban por orden alfabético desde el suelo hasta el techo de la estancia, y a los que los lectores chupábamos la sangre en beneficio propio y en el de la humanidad, pues el que lee, sin saberlo, mejora el mundo en el que vive. Como si la aspirina que ahora se toma tu vecino te quitara el dolor de cabeza a ti.
Observen a las tres personas de la fotografía, cada una a lo suyo, en actitudes diferentes, y a salvo de todo hasta que desaparezcan por la puerta del fondo. ¿No se percibe entre ellas una hermandad imposible de alcanzar en otro espacio? Aunque no se conozcan ni se hayan visto nunca, permanecen unidas como trillizos en el útero, pues unos humores invisibles circulan entre ellas. Así me sentía yo en la caja craneal citada más arriba. El resto de los lectores eran mis hermanos. De hecho, en más de una ocasión me dirigí indistintamente a uno u otro para solicitarle un cigarrillo y jamás nadie me lo negó. En realidad, y aunque parecía que intercambiábamos tabaco, lo que nos pasábamos eran ideas. La contemplación de esta foto, obtenida en una antigua librería de Madrid, me ha traído a la memoria aquella época y aquella biblioteca de la que quizá nunca salí.
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