No son las palabras
No me fío del discurso de nadie. Son los actos los que hacen al hombre
Me ha interesado sobremanera escuchar hace poco que aún hoy día los monjes budistas, cuando atraviesan un bosque al atardecer, llevan una campanilla para que los animales que viven en él y a los que podrían pisar se aparten y así no hacerles ningún daño. Aquí, en cambio, pisoteamos cualquier caracol, aplastamos cualquier lombriz… ¿De quién son estas palabras tan tiernas, estos pensamientos tan considerados con las más humildes criaturas? Nada menos que de Heinrich Himmler, comandante en jefe de las SS, ministro del Interior en el Tercer Reich y responsable de la vejación sistemática y del posterior asesinato de millones de personas. El mismo Hitler promulgó una piadosa ley que prohibía tener peces en una pecera.
Me llama la atención que la tendencia de tantos miembros de nuestra sociedad a ventear en público sus principios –en especial con respecto a los animales, pero también con respecto a los demás seres humanos, sobre todo si no tienen nada que ver con ellos– sea cada vez mayor. Demasiados me parecen también los que rebosan moralina como si fuera bilis y ellos monjas totalitarias. Y los que presumen sin ningún recato de sus buenas acciones, tanto que parece que sólo las hacen para poder hablar de ellas.
Cuántas veces he visto a alguien borbotear frases y frases sobre lo maravilloso y justo del reino animal y lo malvada que es la humanidad, y poco después, por ejemplo, descargar con rabia un raquetazo en el lomo de su propio perro, sin que el pobre chucho hubiera hecho nada que pudiera justificar semejante brutalidad. O deshacerse en mimos mantecosos con un minino y a continuación soltarle un ladrido como una bofetada a su hermano. No me fío del discurso de nadie. No son las palabras, y ni siquiera las ideas, las que hacen al hombre, sino los actos. Y la piedad con los semejantes.
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