No te amo, mi amor
Nunca antes había pensado en el matrimonio. Ni por la Iglesia ni por lo civil. Era algo, simplemente, que no contemplaba en su horizonte
Nunca antes había pensado en el matrimonio. Ni por la Iglesia ni por lo civil. Era algo, simplemente, que no contemplaba en su horizonte de vida, ni siquiera a largo plazo. Como historiador del cine, la única boda en la que se había detenido era una de ficción, en la película El cazador, esa gente se casa antes de ir a la guerra. Ahora medita cada boda. Es el oficiante. El concejal de Cultura, Fiestas y Deportes. Es él quien cita, con un laico tono bíblico, a Cesare Pavese en El oficio de vivir: “La única alegría del mundo es comenzar”.
Y esa frase, justo esa frase, que viene de la boca de la literatura, hace que todo se ponga a la escucha en el salón municipal, en ese mismo lugar donde los ediles debaten, votan, dirimen el poder, y a veces se enzarzan duramente como si por un bache o por una cabalgata de Reyes si librara la batalla de la historia. Pero ahora una frase, un pensamiento fulgurante, la anotación de un hombre que escribía sobre su propia piel, con fecha de 23 de noviembre de 1937, ha venido aquí para reactivar el presente. Hasta ese momento, el acto había sido amable, simpático. La pareja contrayente entró con música de vals, escoltada por dos maceros. El concejal oficiante dio la bienvenida, leyó los tres artículos del Código Civil. Y luego comenzó su intervención con la lectura de Cesare Pavese: “La única alegría del mundo es comenzar. Es bello vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante. Cuando falta este sentimiento –prisión, enfermedad, costumbre, estupidez–, querríamos morirnos”.
En un mundo donde la regla es competir, que dos personas se casen es como un suceso revolucionario
Estábamos conmovidos. Aquello era una boda, sí señor. Una verdadera bendición para una unión libre. El hombre que nunca había pensado en el matrimonio, lo redescubre como un acto de coraje. Casarse, hoy, aquí, no es un acto de sometimiento a la convención social. Al contrario, un acto de unión entre iguales, movidos por el deseo y la voluntad de convivir y compartir, es una transgresión. En un mundo donde cada movimiento es medido por la unidad métrica del ego, donde todo conspira para que la regla sea competir y no compartir, la noticia de que dos personas se casan debería ser recibida como un suceso revolucionario. Hay que acudir a una boda como un milagro de la naturaleza, como cuando celebran nupcias las ballenas en un santuario.
El oficiante se llama José Manuel Sande, concejal coruñés de 43 años. El día de su toma de posesión se quedó perplejo cuando le anunciaron que tenía que casar a cuatro parejas que lo habían elegido como celebrante. Decidió tomárselo como una seria responsabilidad cultural. Ahora prepara de víspera sus intervenciones. Cada vez es más consciente de que no se trata de un trámite que le tocó despachar. Se preocupa por el sentido de sus palabras. No por grandilocuencia, sino porque piensa que cada una de ellas puede ser una bola de billar en la imprevisible trayectoria de la vida. Ahí se encontró con Cesare Pavese, y otros inusuales, escapando de los textos más tópicos, por repetidos, que suministran los buscadores de Internet a los nuevos oficiantes laicos, como el tan repetido poema Cuando se encuentran dos almas, de Victor Hugo. A las bodas civiles habría que incorporar El cantar de los cantares, ya que la Iglesia deja fuera del repertorio esa maravilla.
Cuando me casé, también por lo civil, no nos citaron ni a Pavese ni a nadie. Duró cinco minutos. El tiempo de leernos los artículos del Código y despacharnos como a dos furtivos. Fue hace años en el Palacio de Justicia, pero, como pioneros en lo civil, nos casaron en el cuarto de la conserjería. Nos aseguraron que era un juez el celebrante, pero hoy estoy convencido de que era el propio conserje, tal vez porque coincidió con el Día de los Santos Inocentes. El único detalle iconográfico era un calendario de Explosivos Rio Tinto. Temí que, vengativo, el oficiante leyese para fastidiarnos La lenta máquina del desamor, de Julio Cortázar, tan hermoso y jodido: “Ya no te amo, mi amor”. Esa noche salimos para Ginebra, aprovechando el retorno de un vuelo chárter de emigrantes. Decidimos ir a Viena en tren. Estaba cubierta de nieve. En un parque, venciendo el miedo, caminamos sobre un lago helado. De una taberna, una cabaña de madera, salieron una pandilla de energúmenos, supongo que ebrios. Se reían, nos gritaban. De repente, algo contundente golpeó cerca de nuestros pies. Nos estaban arrojando piedras. Piedras que al chocar decían: Ausländer raus! Fuera extranjeros, o algo así. Nos quedamos quietos. Abrazados. Creo que ahí sí. Ahí fue donde de verdad nos sentimos casados. Ese momento en que sientes que el amor, sobre una frágil capa de hielo, va a poder con todo.
elpaissemanal@elpais.es
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