Pegados al pegamento
Muchos niños inhalan disolvente en las calles de Honduras. Se les llama 'resistoleros'. El abandono o la violencia familiar son algunas de las causas que les empujan a esta adicción
Sus ojos lucen la pátina cristalina del que mira sin ver. Mitad lágrima, mitad vidrio. Ausentes ante el trajín circundante. Ajados. Sucios. Con más vida dentro de sus pupilas que en los adoquines por los que se arrastran sin rumbo fijo. Se les llama resistoleros por el tóxico que inhalan: el Resistol, un pegamento industrial al que, paradójicamente, se han quedado pegados. Nariz contra botella o bolsa de plástico. Una estampa que no aparece en las instrucciones del producto pero es habitual en la capital de Honduras, Tegucigalpa, y otras poblaciones del país.
La violencia del país centroamericano, con una media de 67 homicidios por cada 100.000 habitantes, les expulsa de las portadas y les conmina a las esquinas o las plazas públicas. Su corta existencia se concentra entre estos espacios reducidos y el mundo al que acceden gracias a esnifar las partículas tóxicas suspendidas en el aire de su apéndice. Apenas se mueven. Su rutina se divide en dos actividades: ingeniárselas para conseguir pegamento y colocarse. Eso conlleva abandono escolar, agresividad y un deterioro acelerado de la salud. Y mayor riesgo de adicción a otras sustancias como marihuana, cocaína o piedra (crack).
En Casa Alianza, organización que trabaja por el desamparo de los niños en varios países de Sudamérica, tratan de rescatar a los más jóvenes de las calles. La franja más vulnerable se sitúa entre los 12 y los 18 años. Y las causas por las que desembocan en esta situación se deben principalmente al maltrato en el hogar familiar y al rechazo al trasladarse de zonas rurales a urbanas. "Nuestro objetivo es hacer una alianza con ellos: buscamos la integración a través de modificar conductas, reforzar la salud y la autoestima y recuperar la vida social y autónoma", repasa José Guadalupe Ruelas, director del centro que tiene la agrupación en la capital de Honduras. "El proceso no es técnico sino de autoconfianza", insiste, "y ha de brindar protección y oportunidades de desarrollo".
En el inmueble conviven decenas de niños. Los internos se reparten los corredores en dependencias para varones y mujeres. En el centro, una pista cubierta sirve de patio y comedor. La parte trasera se abre a un campo de fútbol y un terreno de arena. El seguimiento en el lugar tiene como prioridad reforzar la autoestima y el regreso a la escuela. "En Honduras hay 3,7 millones de niños y cerca de un millón no va al colegio o por explotación laboral o por falta de sitio", continúa Ruelas. Según su estimación, por cada 100 alumnos que acaban la educación primaria, sólo hay 34 plazas en secundaria; 66 personas se quedan fuera. "A los 12 años no tienen soporte estatal. A partir de esa edad, la educación no es obligatoria. Y sólo un 3% llega a la universidad", continúa el director de Casa Alianza, que culpa a los responsables políticos de restar inversión en lo fundamental. "Hace unos meses se calculó que para dar asistencia en secundaria harían falta 1.000 millones de dólares (921 millones de euros). Un coste elevado, pero corto si se compara con los 2.000 millones (1.842 de euros) que se deja el estado hondureño en extorsiones a las pandillas", lamenta.
La principal meta de cada jornada es reunir las lempiras necesarias para adquirir algo de Resistol
Sea o no un problema estatal, lo cierto es que nadie se extraña de encontrarse a diario con grupos de jóvenes deambulando por la calle. La principal meta de cada jornada es reunir las lempiras necesarias para adquirir en ferreterías u otras tiendas algo de Resistol. O, en su defecto, Thinner, abrasivo de pintura de gran toxicidad. Si consiguen suficiente plata, quizás les alcance para compartir 250 mililitros entre varios y pasarse unas cuantas horas inhalando. Para ello recurren a robos, asaltos y amenazas.
También las sufren ellos en su estancia a la intemperie. Las muertes violentas entre menores de 30 años en Honduras, según el último informe elaborado por la agrupación junto a otras ONGs, ascendió a 131 durante el periodo de enero a mayo de 2015. La exposición a la amenaza de pandillas o a los ajustes de cuentas se multiplica en la calle. Si eres mujer, la posibilidad de padecer vejaciones se intensifica. Belén Barahona, una chica que apenas balbucea y solloza cuando su mente aterriza en la tierra de donde fue desheredada, se corta el pelo para parecer un chico. Así no la violan. Así se hace respetar más. Como ella, la mayoría de resistoleros empieza "por curiosidad". Por experimentar. La inseguridad, la soledad o el coqueteo con pandillas les encauzan en el sendero de esta sustancia que provoca entre 15 y 45 minutos de mareo o incluso pérdida de las coordenadas espacitemporales por cada esnife.
"El consumo provoca depresión, pánico, angustia y causa daños en órganos vitales. Con el tiempo destroza el sistema nervioso central. Alguien que esnifa a diario no dura más de cinco años. Y el que pasa por fases agudas se convierte en discapacitado crónico", explica Ruelas. Según afirma, 94 de cada 100 adictos al pegamento han probado al menos dos drogas. "Se intentó que el Resistol se considerase una droga o que se añadiese al tolueno (su principio activo) el aroma de mostaza, que escuece y disuade, pero las presiones de distribuidoras y fabricantes lo echaron para atrás".
Su rutina se divide en dos actividades: ingeniárselas para conseguir pegamento y colocarse
¿Hay solución? Con una terapia de salud integral como las que proponen, sí. Todo depende del grado de dependencia y de la capacidad para comprometerse con los programas de reinserción. M. D., por ejemplo, lo logró. A sus 16 años aparece por la puerta como un colegial más. Mochila al hombro y camiseta de tirantes. Mirada viva y sonrisa de anuncio. Nació en San Pedro Sula, al norte. Pasó por un orfanato porque no tenía "a nadie". A los seis años lo abandonó y se pasó hasta los 12 en diferentes centros de acogida. De ahí a la calle. Y de la calle a los asaltos de "buses o pulperías (tiendas de alimentación)". "Siempre fui bien inquieto y no encajaba en ningún lugar. La droga me encendía. Incluso disfrutaba de lo que hacía", resume.
Hasta que la policía lo detuvo y recaló en Casa Alianza. "La primera semana me quería ir. Luego encontré la forma de salir. Ahora intento ayudar a los que están como estaba yo y les digo que caminan por la calle porque quieren. Que si quieres salir, puedes. Solo tienes que intentarlo y dejar de pensar en lo que te llevó hasta ese punto. Yo me pasé mucho tiempo culpando a mi mamá porque me dejó botado", sonríe con un brillo en los ojos que no responde a la nostalgia o a la embriaguez, sino a la ilusión de no seguir pegado al pegamento.
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