El ‘pub’ de los malos alumnos
La gentrificación no es un proceso gentil. Implica decirle a alguien que su barrio ya no es suyo
Lo pop sigue siendo, a pesar de compartir símbolos, lo contrario de lo popular. Desde los pantalones vaqueros hasta el blues, el jazz, el rock y el rap, pasando por las fábricas abandonadas y los volkswagen escarabajos, gran parte de los que crean moda y estilo lo hacen simplemente llevando de un barrio a otro la ropa, la música, los colores de los suburbios olvidados de las grandes ciudades. Este proceso, que parece en cierta manera una redención, es también una expropiación. La cultura popular es una forma coherente de ver el mundo, el pop es a veces su parodia; otra, su estilización, es decir, su muerte.
El pub inglés, por ejemplo, era conocido hasta hace poco por el olor agrio a cerveza tibia, por su capacidad para reunir personas a las que le falta un ojo, o varios dientes, y por su total incapacidad para servir comida decente. Era esto último, la mala fama universal de la comida inglesa, lo que hizo que Jamie Oliver y una nueva generación de chefs británicos rescataran las recetas olvidadas de sus tías o de los bares de provincia e inventaran el concepto de gastropub.
Así, en 20 años el Prince of Wales del barrio londinense de Stoke Newington, en el noroeste de la capital, pasó de ser una taberna sin luz donde los irlandeses celebraban cada bomba del IRA a convertirse en un bar con ventiladores art déco, camareras curvilíneas, prosecco y pinot grigio en la carta de vinos y recetas que incluyen la palabra berenjena.
La idea del pub persiste en el Prince, como rebautizaron al bar después de que se incendiara el viejo Prince of Wales. Pero el sonido, la tibieza, la miseria y alegría que los pubs suponían se trasladaron al Rochester, el pub de la cadena J. D. Wetherspoon, situado a tan solo cinco manzanas. Como en todos los bares de la cadena (952 en todo Reino Unido), la cerveza está en el precio medio de la ciudad (a cuatro libras la pinta), la comida es básica pero comible, el lugar es amplio y no hay música de fondo. Y lo que más destacan sus fans es la falta absoluta de otra música que no sea la voz de los parroquianos.
Wetherspoon es el apellido del profesor que le dijo a Tim Martin, el fundador de la cadena, que no llegaría a ninguna parte. La gracia del lugar es que llega ahí justamente toda la gente por la que sus profesores no dieron un peso. Borrachos sempiternos, viudos de ya no saben de quién, vecinos de toda la vida y cada vez más jóvenes de estilizados peinados, y barbas hipsters cansados de fingir estilo en el Prince.
La gentrificación no es un proceso del todo gentil. Implica decirle a alguien que su barrio, el barrio en el que nació, o se educó, en el que cifra sus recuerdos, ya no es suyo. Se basa en decirle a alguien que él no puede permitirse vivir donde vive. No hay violencia más fuerte que esta. Una invasión en toda regla, con sus desplazamientos forzados, e inmigrantes sin papeles que ninguna ONG defiende.
Los viernes en el Rochester, como en la mayor parte de los bares de la cadena, se bebe, se canta, se ríe y se llora en torno a esa herida que de forma subterránea atraviesa, como poco, casi todos los suburbios de Londres.
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