Las espinas de la verdad
Adolfo sabe que la mentira se ha convertido en una forma de vida, en su auténtica personalidad
No podría precisar la fecha exacta en la que todo empezó, pero recuerda bien cómo fue, y sobre todo por qué. Adolfo tenía 11 años y era un niño gris, que nunca había destacado en nada. No suspendía ni sacaba sobresalientes. No solía jugar, pero el profesor de gimnasia contaba con él para el banquillo del equipo de su curso. No tenía ningún amigo íntimo, pero se llevaba bien con sus compañeros. No era feliz ni desgraciado, el cuarto de cinco hermanos, los mayores estudiantes ejemplares, el tercero un completo desastre, la pequeña monísima, mucho más guapa que él. Esa era su vida, una existencia sin brillo ni contratiempos hasta la tarde en la que vinieron a buscarle en un Jaguar que dejó a todo el mundo con la boca abierta.
Desde entonces, y han pasado casi cuarenta años, no ha dejado de mentir
Su tío trabajaba en un concesionario de coches, y estaba probando uno cuando su hermano le pidió que fuera a recogerle al colegio. Pero al día siguiente, en el recreo, Adolfo decidió adornar la realidad, mejorarla un poco. Fue un trabajo limpio, sin riesgos. Su hermana pequeña iba a un colegio de monjas, su hermano mayor ya estaba en la Universidad; de los otros dos, el único que coincidía con él era el que nunca iba a clase, así que nadie le desmintió cuando explicó con pocas palabras que aquel era el otro coche de su padre, que el conductor era su chófer y que le encantaría contárselo todo pero que no podía decirles nada más. Me han obligado a jurarlo, añadió, y en dos semanas todo el colegio sabía que el padre de Adolfo trabajaba para el Gobierno, que era agente secreto, o un empresario amenazado por la ETA, o algo así, pero muy importante. Desde entonces, y han pasado casi cuarenta años, no ha dejado de mentir.
La mentira en él es algo más que un mecanismo de defensa, más que la punta de lanza de la envidia, más que una astucia, un vicio o un defecto. Adolfo es consciente de que, por encima de todas estas condiciones, se ha convertido en una forma de vida, el rasgo determinante de su carácter, su auténtica personalidad. Mintiéndose también a sí mismo, ha llegado a concluir que en realidad no le perjudica, al contrario. A lo largo de su vida, no ha conquistado nada sin mentir, y ha mentido tanto, tan bien, que ha llegado a convertirse en un virtuoso, un mentiroso impecable que sabe utilizar los silencios mejor que las palabras. Mintiendo aprobó las asignaturas más difíciles de la carrera, mintiendo enamoró a su mujer, mintiendo la dejó por otra a la que también abandonó mintiendo, y consiguió un buen empleo, lo perdió, engañó a uno de sus cuñados para que le diera trabajo. Hasta que conoció a aquella mujer, su vida era una existencia plácida, armoniosa y edificada sobre mentiras. Hasta que la conoció, y se enamoró de ella, y comprendió que se había enamorado de verdad, por primera vez.
Su novia es 15 años más joven, una chica sencilla en apariencia, corriente en apariencia, poca cosa para Adolfo, según la versión de su vida que conocen los amigos que frecuentan el bar donde la conoció. En realidad, es más brillante que él, tiene un trabajo mejor y gana más dinero, pero eso no lo sabe nadie, ni siquiera ella. Eso cree él esta noche, cuando pasa por su casa a recogerla para llevarla a cenar a un restaurante que ha escogido por la considerable separación de sus mesas y su pésima acústica. No quiere que nadie le escuche, porque ha decidido contar la verdad.
A lo largo de su vida, no ha conquistado nada sin mentir, y ha mentido tanto, tan bien, que ha llegado a convertirse en un virtuoso
Ella le escucha en silencio, durante más de una hora. Mientras habla, Adolfo la ve comer, beber, sonreír como si no se jugara nada en aquella cena. Le explica que ya no puede más, que no duerme por las noches, que no es capaz de hacer nada a derechas durante el día, que todas las mentiras que ha contado están de pronto atravesadas en su estómago como piedras pesadas, de filos cortantes, que le hieren y no le dejan respirar. Ella apenas le interrumpe para recordarle que se le va a enfriar la comida, para ofrecerle más vino, para avisarle de que el móvil que está zumbando es el suyo. Y, cuando él termina de hablar, para preguntarle si le apetece compartir un postre.
–¿Y no vas a decirme nada más?
Adolfo está temblando como una hoja, tiene la camisa empapada en sudor y una sensación muy distinta al alivio que había calculado cuando ella alarga la mano por encima de la mesa para acariciarle la cara.
–¿Qué quieres que te diga? –y su sonrisa le hace daño–. Ya lo sabía. Lo sé desde que te conozco, pero te quiero igual.
Esas son las palabras que Adolfo buscaba, lo que necesita escuchar, que ella le quiere. Pero aquella paz pequeña, erizada de espinas, no llega viva al amanecer, porque aún no es de día cuando se levanta, se viste y se marcha de su casa como un ladrón, mientras ella duerme.
En la calle respira hondo, borra su número de la agenda, la bloquea en todas las redes sociales y se siente mejor.
No volverán a verse nunca más.
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