Estampa de una niña que se chupa el dedo
En esos ratos en que se quedan callados empieza a crecer el misterio que nos separa eventual y definitivamente de nuestros hijos
Cuando está despierta llena el espacio entero del auto con el aire tibio de su aliento cachorro, la risa salvaje y abrupta, las acotaciones inesperadas pero certeras: la trompa de los elefantes es una nariz y no una boca, mamá. Los dientes diminutos, separados más de la cuenta unos de otros, le alumbran la cara cuando articula palabras nuevas, difíciles, saguaro, palabras como sarcasmo, no conceptos, solo palabras, consecuencias, Copenhague, zancudo, jacaranda, escapulario. Luego, tan repentinamente, se cansa de estar en el mundo, se calla, y mira por la ventana sin decir nada.
Ahí, en esos ratos en que se quedan de pronto callados y miran hacia fuera del pequeño círculo familiar que los contiene, empieza a crecer el misterio que nos separa eventual y definitivamente de nuestros hijos. Mira por la ventana y bosteza. No sé qué piensa; no sé si ve lo mismo que nosotros vemos. Afuera se extiende el paisaje inverosímilmente hermoso de la costa sur de Jalisco, la selva lacerada pero no devastada por el reciente huracán, el país fénix que a pesar de todos los embates, humanos y naturales, se resiste a desmoronarse del todo. Pestañea, los párpados pesados, y nos otea de soslayo desde quién sabe qué larga distancia para asegurarse de que nadie vaya a voltearse a verla cuando se meta el dedo pulgar a la boca. Avanzamos lento entre las curvas cerradas de la carretera. En el asiento trasero se instala un silencio frágil. El dedo entra, la boca chupa. Poco a poco ya está muy lejos, casi borrada de entre nosotros. El dedo, chupado, la boca, bombea, el dedo, hinchado. Cierra los ojos y sueña caballos.
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