Macondo
Hay películas en las que dan ganas de aplaudir cuando los personajes se sobreviven a sí mismos y recuperan la brillantez que los hicieron grandes
“¿Tú recuerdas?”, le pregunta Milo Parker a Ian McKellen en Mr. Holmes. “Muchas cosas”, responde él. Tiene 93 años y escribe los nombres de sus interlocutores en el puño de la camisa. La película de Bill Condon, de estreno en Filmin, aborda la vejez del detective más famoso de la historia. El efecto de los años en una mente que falla sin remedio pero aún conserva, a fogonazos, el genio de los viejos tiempos. Conmueve ver a Holmes asistir al espectáculo de su decadencia, y aún más saber que es consciente de estar tratando de resolver un caso de hace medio siglo con los restos de un naufragio.
Bill Condon ya rodó con McKellen una película hace casi 20 años, Dioses y monstruos, que aparece como espejo de la actual. En ella McKellen es James Whale, el director de Frankestein, ante sus últimos días tratando de seducir a un joven y echando mano, cada vez más agotado, de una virtud distinguida que se acaba. Del mismo modo que en las películas de acción se celebra la venganza del protagonista, en éstas los momentos en los que dan ganas de aplaudir son cuando los personajes se sobreviven a sí mismos y recuperan la brillantez que los hicieron grandes. Cómo a pesar del tiempo, en la vida y en el arte, regresa el esplendor como la luz de una supernova, y se aparece unos segundos para que pueda contemplarse y admirarse.
Lo mejor del desamor son esos momentos en los que de repente, ante un viejo gesto cómplice de la expareja, uno ve de nuevo levantarse el edificio, lo contempla como si fuese el palacio indestructible de entonces y al querer entrar desaparece como un fantasma porque ya no forma parte de este mundo. También del anciano Sherlock Holmes se espera la reacción, el método deductivo del ídolo con el que conseguirá, cerca de la muerte, resolver un caso de juventud.
En esta conversación entre padre e hijo (“¿En qué pensabas cuando tenías un año?”. “En lo mucho que te quería, y que no podía decírtelo”) ya había memoria, pero no existían las palabras. En otras ocasiones, con ambas muertas, el genio saca fuerzas de flaqueza y golpea como la garra de un predator.
Uno de sus últimos días, hundido en sí mismo y sin reconocer a nadie, callado durante toda la comida, García Márquez estaba sentado en Viridiana con su mujer. Al hacer la reserva de la cena, ella, para evitar dar el nombre del Nobel, dio uno falso: “Aureliano Buendía”. Al escucharlo, García Márquez levantó la mirada del plato, sacudido por una descarga, y regresó por un segundo al autor de Cien años de soledad:
— A ése — dijo —, yo lo conozco.
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