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El amor a los 77 años

Estoy enamorado del enamoramiento que vivió el escritor y neuropsiquiatra Oliver Sacks cuando tenía 77 años

Manuel Rivas

En la mañana del 21 de febrero de este año 2015 me senté en la cafetería Barra, al lado del mercado coruñés de San Agustín, para tomar un café y leer el periódico. Me senté todavía adormilado, refunfuñando porque la mesa del ventanal estaba ocupada, y ya se sabe que el malhumor acentúa el instinto de propiedad. En la media penumbra abrí el periódico, leí un artículo y me levanté con los brazos abiertos a la vida.

Ahora, cuando vuelvo, me siento allí, en la esquina penumbrosa, en honor de Oliver Sacks. Puedo recordar aquel día, la fecha, la zo­zobra y el despertar de la mirada, porque lo que leía, en EL PAÍS, un ­artículo con su firma, De mi propia vida, era una carta universal del afecto y la pérdida. Sacks, con 83 años, informaba de que padecía un cáncer terminal, pero tal y como lo contaba era una enfermedad de horizonte. Hasta allí, todavía quedaba un trecho para divertirse, incluso, decía, “para hacer el tonto”. Y lo más importante, su mirada no se achicaba en el trance: abarcaba con gozo la vida vivida. “He sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura”.

Era una despedida, para qué engañarse, pero el efecto, la estrategia del adiós del “animal pensante”, era un brindis a la vida, a la aventura compartida. Con certeza, hay un más allá: son los otros. Creo que sería muy del gusto de Sacks los versos de Poesía última de amor y enfermedad, de Lois Pereiro: “Estoy viviendo un sueño repetido / en las noches de los que me siguen queriendo”.

La confidencia de Sacks se expresa con una sensibilidad destilada por la inteligencia, de tal manera que nos acerca tanto a él como a la madre, una mujer educada y, sin embargo, obsesionada

Cuando informó de su enfermedad con aquel abrazo a la vida, el ­autor de Un antropólogo en Marte contó de pasada que estaba escribiendo unas memorias. Es un género arriesgado. El preferido de los desmemoriados. Además, la desmemoria suele estar mal escrita y tiende a ser más voluminosa cuanto más pretenda tapar. Hay tochos de memorias que deberían servir para encofrar los monumentos de sus autores.

Pero yo he vuelto a mi mesa, esta vez con las memorias de Oliver Sacks, En movimiento (Anagrama). Como quería María Zambrano, la penumbra está ahora tocada de alegría.

Uno se siente cautivo de un libro cuando nada más abrirlo notas que él también te abre. Las memorias de Sacks, que tenía como apodo juvenil el de Tintero, derivado de esa pasión incesante de escribir, cautivan por la mano sincera. Compartes la zozobra que va a marcar toda su vida, cuando su madre, de moral conservadora, le espeta al joven Sacks cuando descubre que le atraen más los chicos que las chicas: “Eres una abominación –dijo–. Ojalá no hubieras nacido”. Y se lo dice la víspera de su marcha a Oxford. Es una frase brutal, pero la confidencia de Sacks se expresa con una sensibilidad destilada por la inteligencia, de tal manera que nos acerca tanto a él como a la madre, una mujer educada y, sin embargo, obsesionada por los terribles versículos del Levítico: “No te acostarás con varón como con mujer: es abominación”.

Él escribe que esas palabras le persiguieron toda la vida. Le inyectaron un sentimiento de culpa que reprimió “la expresión libre y gozosa de la sexualidad”. Cabría un ajuste de cuentas. Pero nuestro Tintero no suelta las palabras como hordas vengativas.

Seguramente la pulsión erótica de Sacks, la fuerza del deseo, bombeó energía en una búsqueda creativa incesante y singular. Pero además la vida, que tiene vocación de cuento, ese animal que ama el amor y la risa, esperaba su oportunidad. Se tomó su tiempo, es verdad. Pero llegó, y de qué manera.

Confieso que estoy enamorado del enamoramiento que vivió Oliver Sacks cuando tenía 77 años. También el amor es cómo se cuenta, y conozco pocas historias que te conmuevan como la de este famoso escritor y neuropsiquiatra, afectado entonces de ciática, con dolores insoportables, que espera nervioso como un adolescente en su primer amor la llamada del “querido amigo”. Debido al dolor, que le impedía leer, escribir y hasta pensar, 2009 había sido una pesadilla. La última semana, cuando el amor se sella con un brindis de champagne en fin de año, Sacks nota que el animal pensante empieza a mejorar y también el humor: “¿Acaso el enamoramiento inundaba el cuerpo de opiáceos, de cannabiáceos, o lo que fuera?”.

Y un detalle decisivo: Sacks dejó de comer sardinas dentro de las latas de sardinas, de pie, en 30 segundos, al descubrir el extraordinario placer de comer sentado, tranquilamente, comida cocinada y condimentada con una buena conversación.

“Para mí”, cuenta de sí mismo el hombre que había analizado la extrañeza de miles de pacientes, “resultaba una experiencia nueva permanecer tranquilamente en brazos de otra persona”.

Amén.

elpaissemanal@elpais.es

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