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Crónica de un gran error

La tía Chinwe despertaba la admiración de todos. Tenía belleza, educación, fortuna. Pero tales atributos no bastaban para escapar de las obligaciones de la feminidad La escritora nigeriana que firma este texto aprendió la lección: nunca renunciaría a sí misma por el aplauso del mundo

Boda en Kano. Enlace celebrado en abril de 2013 en Nigeria.
Boda en Kano. Enlace celebrado en abril de 2013 en Nigeria.Ed Kashi (VII)

La primera vez que supe que existía la másca­ra de pestañas de color azul fue por mi tía Chinwe. Un sábado vino a ver a mi madre, con las trenzas cuidadosamente recogidas en el cuello, los bordados plateados de su caftán relucientes y las pestañas de color brillante. Sobre su piel oscura, el efecto era espectacular.

“¡Tía, tus pestañas son azules!”, dije.

Yo tenía 11 años.

“Sí, querida. Es rímel azul”, me respondió con una sonrisa. Siempre estaba sonriendo, con los ojos arrugados y los dientes muy blancos.

Casi todos los amigos de mi madre me caían bien –había mujeres divertidas, mujeres bondadosas, mujeres inteligentes, y un hombre de voz suave–, pero solo a ella le podría haber dicho algo así. ¡Tía, tienes las pestañas azules!

Tenía un aire de tolerancia infinita, de magnánima delicadeza; cualquier habitación en la que entraba se transformaba en un espacio cautivador, a salvo de todo peligro. Con los niños parecía una persona a punto de repartir regalos en envoltorios maravillosos, no porque fuera un cumpleaños o Navidad, sino sencillamente porque los niños merecían tener regalos.

Cada vez que venía de visita, yo me colaba en el salón y escuchaba las conversaciones entre ella y mi madre. Como ella bebía fanta en vaso, llena de elegancia, yo dejé de tomar mi coca-cola en botella y me pasé también a los vasos. Me gustaba mirarla: menuda, grácil y regordeta, con una tez muy oscura que hacía pensar a la gente que era de Ghana, o de Gambia, o de algún otro sitio, no de Nigeria, donde las mujeres hermosas tenían la piel azulada. En su clínica, ponía inyecciones con la mayor dulzura. Cada vez que yo enfermaba de malaria, mis padres me llevaban a Enugu, donde vivía ella, a una hora de distancia, porque sabían que, para que me estuviera quieta y me pudieran medicar, tenía ser tía Chinwe la que me pinchara con la jeringuilla.

Personalidad sin aristas

Cuando tenía 13 años, mis padres pensaron en cambiarme de colegio, a uno todavía más estricto que el mío, que ya lo era bastante. El examen de acceso solo se podía hacer en Enugu –la ciudad universitaria en la que vivíamos, Nsukka, era demasiado pequeña para ser un centro regional de exámenes–, así que mi madre me llevó a dormir con la tía Chinwe, a su casa enorme, de escalera majestuosa y grandes habitaciones.

Sus tres hijos, más pequeños que yo, correteaban con unos juguetes que se movían y emitían zumbidos cada vez que apretaban los botones. Su suegra estaba siempre sentada en la veranda, desde donde daba órdenes a la tía Chinwe y a las criadas. Su marido, el tío Emeka, un hombre guapo y sociable, aficionado a los chistes, ponía discos de música funk a todo volumen. Parecía una familia normal y corriente, pero la presencia de tía Chinwe le daba, para mí, un aire mágico. Otra amiga de mi madre, tía Ngozi, dijo una vez: “Chinwe es la única mujer que conozco que verdaderamente se lleva bien con su familia política. Y su suegra es una bruja”.

Siempre tenían invitados. El tío Emeka soltaba un chiste tras otro y se reía de todos y de sí mismo. Una de sus historias era sobre cuando había viajado a Estados Unidos y no había sabido usar una máquina expendedora. Otra, de alguien que se había tirado un pedo de lo más sonoro en un avión y había fingido no darse cuenta. “¡Más bebidas!”, decía a menudo. Me parecía un hombre al que le gustaba contar con la gratitud de la gente.

Pasé muchas horas con la tía Chinwe. La acompañé cuando fue a visitar a uno de sus pacientes, un diabético con un corte en un pie que no acababa de cerrarse. Al salir de su casa, le confesé: “La verdad es que no quiero estudiar Medicina en la Universidad”. Mis profesores y mis padres pensaban que iba a hacerlo porque era muy buena estudiante. Nunca le había dicho a nadie lo mucho que me aburría la biología, ni que lo único que quería hacer era leer y escribir.

La tía Chinwe se mostró considerada y amable. “No hace falta que lo decidas ahora. Espera hasta que estés por lo menos en quinto [el penúltimo año de Secundaria]. No tiene por qué ser Medicina, pero sí debes buscar algo que te dé de comer”.

Sus palabras me aliviaron. Le enseñé un relato breve que estaba escribiendo, en un cuaderno de renglones que también utilizaba para clase.

“Asegúrate de conservar todas las historias que escribas”, me dijo. “Un día serás importante”.

La noche antes de que me fuera, uno de sus invitados habló de un hombre que había mentido sobre su fecha de nacimiento en una entrevista de trabajo porque la empresa quería gente más joven y ahora estaba intentando por todos los medios conseguir un certificado de nacimiento falso.

El tío Emeka exclamó: “¡Igual que me mintió Chinwe cuando la conocí y me dijo que era virgen!”.

Se rio a carcajadas. Era una broma extraña y que no venía a cuento. El visitante soltó una risita incómoda. Tía Chinwe sonrió y cambió de tema, pero me dio tiempo a ver que, por un instante, apretaba la mandíbula. No dijo nada, no porque no quisiera, sino porque pensó que no debía. El visitante pareció aliviado, agradecido de que ella no le hubiera provocado aún más bochorno.

Entonces comprendí que tía Chinwe tenía una personalidad sin aristas. Las había borrado. Era un océano de amabilidad infinita.

La esposa devota

Yo tenía 15 años y no paraba de hacer preguntas sobre el mundo. La tía Chinwe visitó a mi madre para contarle que quería celebrar una fiesta sorpresa por el cumpleaños del tío Emeka. De una bolsa de cuero con forma de cubo sacó dibujos de tartas, listas escritas a mano, un pequeño montón de fotografías. Le dio todo a mi madre y le preguntó qué foto del tío Emeka podía quedar mejor en los regalos de recuerdo de la fiesta; estaba haciendo tazas de cerámica y abrebotellas. Mi madre examinó una de las fotografías y yo me acerqué a ver. Parecía reciente, tomada en una boda llena de globos; la tía Chinwe vestía falda y blusa roja, y el tío Emeka, corbata roja y un traje oscuro tan a medida que parecía cortado a cuchillo.

“Aquí está muy bien”, dijo mi madre. “Deberían quitarte a ti y usar esta”.

Me molestaba que la perfección de la tía Chinwe solo estuviera determinada por lo que hacía por su marido

Tía Chinwe miró la foto. “Aquel día no se había afeitado”, comentó.

No estoy segura de por qué recuerdo con tanta claridad aquello hoy, muchos años después. Aquel día no se había afeitado. Su forma de decirlo, con tono de intimidad, de orgullo, como si la foto le trajera un recuerdo muy valioso pero que no quería compartir. Un tono que hablaba de algo que era suyo y de nadie más.

“¡Trescientos invitados! ¡No va a ser una fiestecita de nada!”, exclamó mi madre. Unas palabras matizadas, llenas de elogios implícitos: qué esposa tan devota era la tía Chinwe, qué impresionante que se gastara su propio dinero en la fiesta, para empezar, qué estupendo que tuviera ese dinero.

La tía Chinwe restó importancia a la admiración de mi madre, con la soltura de una persona acostumbrada a los elogios. “¿A quién voy a invitar y a quién no?”, dijo en igbo, para después añadir en inglés: “Tengo que incluir a todo el mundo”.

Mis padres tenían buenos puestos en la Universidad y vivían envueltos en las comodidades de la clase media. Tenían dos coches, una casa y una serie de familiares a los que pagaban su educación, pero ninguno se podía permitir organizar una fiesta de 300 invitados sin que el otro se enterase, porque para hacerlo necesitaban el dinero de los dos. Recuerdo que mi hermano les pidió un videojuego de Pac-man cuando los videojuegos todavía eran objetos exóticos, e intentó darle normalidad diciendo que un compañero de clase tenía uno. “Eso es porque esa gente tiene ingresos extras”, respondió mi madre. Se refería a profesores que tenían algún negocio además de sus clases, como el catedrático que inventó una máquina de aplastar batatas o el que fabricaba vino a partir de anacardos. Nosotros no teníamos ese dinero extra. La tía Chinwe, sí. Su padre era de una familia rica que había comerciado aceite de palma con los británicos hacía cien años y tenía propiedades por todo el este de Nigeria. En Enugu, donde se había criado, había una calle que llevaba el nombre de su padre. Aunque no hubiera ejercido como médica en su propia clínica, tenía dinero. Y eso, desde mi punto de vista, añadía una pátina de glamour a su vida. El dinero significaba que podía elegir, que podía planear una fiesta sorpresa cuando quería.

“Siéntate como una mujer, cariño”

Mi madre y yo fuimos a casa de la tía Chinwe la víspera de la fiesta para ayudar con los preparativos. En realidad, los que cocinaban eran los de la empresa de catering, así que nosotras nos limitamos a hacer chinchín, yo a enrollar la masa y aplastarla, mi madre a cortarla en cuadraditos y tía Chinwe a freírlos hasta que nos invadía un olor delicioso. A tío Emeka le había dicho que la comida era para la baby shower de un familiar que se celebraría al día siguiente.

Yo estaba sentada a caballo de un taburete bajo, con la mezcla de harina delante, cuando tía Chinwe me dijo: “Siéntate como una mujer, cariño”.

Siempre hablábamos en una mezcla de igbo e inglés. Esto lo dijo en igbo. Nwanyi quiere decir tanto “niña” como “mujer”. 

Su forma de decirlo, en voz baja, parecía indicar que yo estaba haciendo algo vergonzoso pero que nadie más tenía que enterarse. Cuando era pequeña, mi madre me enseñó a sentarme como era debido. “Cierra las piernas”, me corregía. Los muslos apretados. Una vez le pregunté por qué, y ella me explicó: “Porque eres una niña, y las niñas llevan vestido y tienen que sentarse con las piernas cerradas para que no se les vea nada”. Quizá mi madre vio que me parecía una razón endeble, porque añadió que, una vez, a una niña que estaba sentada con las piernas abiertas se le había colado una hormiga y le había picado ahí.

Yo llevaba pantalones, y la forma más cómoda de sentarme en el taburete no era con las piernas juntas.

“Tía, llevo pantalones”, repuse.

La tía Chinwe me miró con asombro. “Siéntate bien, cariño. Siéntate bien siempre, como una mujer”.

Me di cuenta de que aquello de sentarse bien era un ritual obligado. Un ritual sobre la virtud y la vergüenza femenina. Uno de esos ritos por los que todo el mundo estaba contento contigo si los llevabas a rajatabla y no hacías preguntas. Siéntate como una mujer era un ejemplo menor de otros rituales más importantes. Sé discreta y amable como una mujer. No hables alto, no te enfades, no seas dura, no seas demasiado ambiciosa.

Yo no quería respetar esos rituales. Quería ser capaz de sentarme de la manera que me pareciera más cómoda. Más adelante comprendería que toda la vida de tía Chinwe consistía en practicar los rituales de la feminidad. Tenía la aprobación del mundo, y la llevaba como si fuera su vestido favorito.

Las delicadas flores de papel de seda blanco que habían hecho colgaban de una rama que enmarcaba la puerta. Las mesas estaban cubiertas con manteles blancos. Había rosas blancas en jarrones. Era una atmósfera limpia, con el grado justo de sofisticación.

“Chinwe di egwu”, dijo mi madre.

La expresión igbo di egwu es difícil de traducir porque está llena de matices, de significados cambiantes. Es algo excepcional, extraordinario, maravilloso. Mi madre la usaba tanto para hablar de personas a las que admiraba como de las que le parecían peculiares.

¿Por qué no se había enfurecido ante su humillación? Y si lo hubiera hecho, ¿por qué eso no sería admirable?

La noche que hubo un percance

La tía Chinwe estaba preciosa con un vestido de color melocotón. “¡Creo que Emeka lo ha sabido desde el principio!”, dijo con una sonrisa. En el cuello llevaba un collar de coral. Tenía tanta energía como una actriz de teatro el día del estreno, llena de entusiasmo, nerviosa, deseosa de convencer a su público con la versión de sí misma que les iba a mostrar.

Le di a tío Emeka la enorme tarjeta de cumpleaños que habíamos comprado y me abrazó. “¡Qué rápido estás creciendo! Enseguida empezarán a llegar pretendientes. ¡Pero antes tienen que venir a pedirme permiso!”.

Antes de cortar la tarta pronunció un discurso. Dijo que la tía Chinwe era su reina. Que era perfecta y que hacía muchos sacrificios por él, que sabía exactamente lo que él quería comer cada día, que le daba consejos sobre el negocio, y le compraba toda la ropa, y sabía dónde estaba todo lo que tenía, y le había dado tres hijos maravillosos, y decidía todo lo de la casa, y que él era muy afortunado.

Los invitados aplaudieron y lanzaron vítores. Se oyeron elogios en toda la sala. Tía Chinwe se vio sepultada en halagos. Estaba sonriente y luminosa.

“La esposa perfecta”, dijo una amiga de mi madre.

Me molestaba que la perfección de la tía Chinwe solo estuviera determinada por lo que hacía por su marido, no por lo que era ella. No dependía de su inteligencia, de su sentido del humor ni de lo bien que ponía las inyecciones. Años después me enteraría de que había nacido en una familia anglicana, se había convertido al catolicismo para casarse con el tío Emeka. Se transformó totalmente para ser la persona que él quería.

La noche de la fiesta hubo un percance. Una mujer, borracha por todas las botellas de Guinness que había bebido, empezó a decirle cosas a tía Chinwe. Sobre tío Emeka. Sobre el hijo de dos años que tenía con una chica del Estado de Imo. Tía Chinwe se fue a llorar a la habitación de invitados, en brazos de mi madre. Parecía confusa, perdida. Hablaba en voz muy baja. “No he gritado a Emeka”, le dijo a mi madre.

Un rato después, oí a mi madre y a tía Ngozi que hablaban sobre la tía Chinwe. Estaban las dos de acuerdo en que había llevado muy bien la situación. Era lo mejor que podía hacer. ¿Para qué pelearse y levantar más polvareda?

Tía Chinwe era un ideal, una idea. Quizá mi madre y otras mujeres a las que yo conocía no eran como ella, pero la idealizaban. No solo aceptaban lo que representaba, sino que aspiraban a ser como ella. Su experiencia no fue el origen de las preguntas que yo empezaba a hacerme, pero desde luego influyó en ellas. Su vida alentó mis reflexiones.

¿Por qué debía tener una reacción contenida para que la admirasen? ¿Por qué no se había enfurecido ante su humillación? Y si lo hubiera hecho, ¿por qué eso no sería admirable? A mí me parecía más humano, más sincero. Nunca pedía nada al hombre al que amaba, y eso era digno de elogio. Amar era dar, pero amar también tenía que ser recibir. ¿Por qué ella no pedía nada? ¿Por qué no se atrevía? ¿Por qué su perfección dependía de que no pidiera nada?

Poco después de la fiesta, tía Chinwe se cambió el nombre, de doctora (señora) Chinwe Nwoye a doctora (señora) Chinwe Emeka-Nwoye. Eran los años noventa, y estaba de moda entre las nigerianas de clase media y alta adoptar el nombre y apellido de sus maridos, separados por un guion. Pero que tía Chinwe lo hiciera me resultó raro. No era una recién casada, y en su generación no había costumbre. Era como si su respuesta a la humillación fuera borrarse todavía más, hundirse aún más, sumergirse sin distinción en el tío Emeka. O decirle al mundo que, aunque él hubiera tenido un hijo con otra mujer, ella seguía siendo su esposa, y ser su esposa era lo importante.

Porque eres mujer

A partir de ese momento, mis sentimientos hacia la tía Chinwe empezaron a agriarse. Las cualidades que antes tanto admiraba empezaron a irritarme. Lo que me había parecido bondad etérea se convirtió en una simple adicción a las recompensas superficiales que el mundo tenía reservadas a las mujeres dispuestas a esconder una parte de sí mismas. Y, sobre todo, su experiencia me asustó y me confundió, porque no era fácil de explicar.

Yo tenía 15 años y estaba llena de ingenuidad y de las certezas categóricas de la juventud. Después volvería a admirarla y a buscar su sabio consejo en distintos momentos de mi vida. Después comprendería que el problema no era la tía Chinwe sino nuestra sociedad. No eran las mujeres, sino las fuerzas que las obligaban a encogerse. Tía Chinwe me enseñó que la riqueza no protegía a una mujer contra esas fuerzas. Ni tampoco la educación ni la belleza. Me ayudó en mi decisión de vivir mi condición de mujer con toda su gloria y su complejidad. De negarme a que me alegaran “porque eres mujer” como razón válida para cualquier cosa. De esforzarme para ser la persona más sincera y humana posible, pero sin jamás renunciar a mí misma para buscar el aplauso del mundo.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Chimamanda Ngozi Adichie es escritora nigeriana. Su último libro es Todos deberíamos ser feministas (Literatura Random House). Con la novela Americanah (LRH) obtuvo el Premio de la Crítica de Estados Unidos en 2013.

elpaissemanal@elpais.es

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