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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo que se perdió cuando Azaña partió al exilio

El último presidente de la República española procuró dar respuesta a las exigencias de cada situación lejos de recetas ideológicas

José Andrés Rojo
Manuel Azaña, en su mesa de trabajo.
Manuel Azaña, en su mesa de trabajo.

Hay una observación que Manuel Azaña apuntó en Cervantes y la invención del Quijote, un ensayo de 1930, que conviene tener presente ahora que se recuerdan los 75 años de su muerte. Escribió ahí que lo que le importaba en Cervantes era exclusivamente el escritor, “no digo el prosista, ni el estilista, ni siquiera el inventor de novelas; sino la operación del talento que, mediante la materia literaria, y con sus signos, implanta ante mis ojos unas formas de vida no expresadas antes por nadie”.

Lo que le fascinaba de Cervantes al último presidente de la Segunda República española era, pues, su capacidad de sorprenderlo. Lo imprevisible de su escritura. Su particular habilidad para generar situaciones, inventar detalles, dar rienda suelta a su imaginación y a sus recursos. Es como obran los escritores verdaderamente grandes: sin dogmas, ni doctrinas, ni patrones ideológicos. Sin ni siquiera prosa propia, sin un estilo que los defina, sin las pretensiones de quien se sabe inventor de tramas y de argucias.

Los políticos no lo tienen por ese camino muy fácil. Por lo menos los políticos de ahora, a los que se les exige una estricta fidelidad a unos grandes principios, una observancia casi religiosa de sus doctrinas, la obligación de estar representando siempre la comedia de una rigurosa fidelidad a sus respectivas ideologías. Son políticos con corsé, más preocupados de estar a la altura de los inmaculados ideales que ofrecen en el mercado que de resolver los verdaderos problemas de los ciudadanos.

Azaña, como político, no anduvo tan limitado por la furiosa pugna que se libraba en los años treinta entre comunistas y fascistas, y cuando le tocó gobernar trató de resolver, con mayor o menor tino, algunos de los problemas más graves que arrastraba la España de su tiempo. Como intelectual no tuvo obligaciones con nadie y, por eso, como ha observado Santos Juliá, sería un error enfrentarse a sus textos “como si hablaran por sí mismos, independientemente de las polémicas del momento y de la acción política propuesta”. Era, por tanto, también imprevisible.

En uno de los textos incluidos en De mis pasos en la tierra, Francisco Ayala escribió: “Sustancialmente, y ante todo, Azaña era escritor. Causa hoy general asombro el comprobar cómo entre los más arduos afanes y en medio de las situaciones más tensas, más dramáticas, en que el destino había de envolverle, fue capaz de redactar día a día —y diríase que compulsivamente— sus impresiones, valoraciones y juicios, clarividentes siempre, y redactarlos en una prosa de impecable elegancia”.

A las seis de la mañana de un domingo, el del 5 de febrero de 1939, Azaña emprendió el camino del destierro. España perdió entonces una manera de hacer política y una manera de escribir y de ver el mundo que se estila cada vez menos. La del que no comulga con grandes abstracciones y procura atender a las cuestiones concretas. Buscar salidas y arreglar entuertos, y no servir dócilmente a la palabrería de las ideologías.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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