Puntadas del yo
Vestirse es la resolución creativa de un conflicto. Arreglarse, o presentarse según los cánones, puede convertirse en un duelo ante un espejo imposible de satisfacer. ¿O no?
Hoy tengo una cita importante. Se trata de ese hombre que me gusta tanto. O de una reunión de trabajo en una empresa nueva. O de una entrevista con esa cazatalentos a la que tengo que impresionar. O… Es una cita importante. Me he reservado tiempo para vestirme. Me pruebo modelitos delante del espejo y ninguno me convence. Los combino de diferente manera. Cambio los accesorios. Hago poses. Nada. Pasa el tiempo, demasiado tiempo, y no consigo decidirme. No me veo bien con nada… porque no me veo. El espejo emite mi reflejo pero yo no estoy allí.
¿Qué me pasa? No se trata de l’embarras du choix, ese término francés que a mi madre le encanta citarme irónicamente cuando me sorprende en uno de estos momentos. Mi indecisión no es fruto del exceso de opciones. De hecho, no tengo tantas, aunque tampoco sea cierto que no tenga nada que ponerme. El problema es que no sé cómo presentarme a esa cita, qué mostrar de mi persona y qué no. Mi ensayo sartorial ha resultado en todo lo contrario de lo deseado: ahora me siento confusa e incapaz de enfrentarme al reto que me espera. Navego sin rumbo en un mar de dudas textiles.
Tras esta humillante conclusión, me pongo un déshabillé (adoro esta palabra que describe prenda y situación al mismo tiempo). Esto va para largo. Desvestida con mi combinación de seda favorita, me dispongo a avisar de mi retraso. Creo en la sinceridad: “Queridos señores y señoras X, no puedo salir de casa porque no sé qué ponerme. Llegaré tarde”. O “Querido, te deseo tanto que trato de ser divina para ti sin conseguirlo. Espérame en el cielo”. No, no puedo compartir mi fragilidad ahora. Fijo que me toman por una frívola impresentable o algo peor y me cancelan la cita al minuto. En los círculos del pensamiento se reflexiona sobre la vulnerabilidad y la fluidez de las identidades, pero, en general, y más en el ámbito profesional, se espera de nosotros cierto grado de firmeza y fiabilidad. Invento una excusa honorable no del todo alejada de la verdad –“imprevisto doméstico”– y trato de resituarme en mi galimatías.
Debo confesar que no es la primera vez que me encuentro (o, mejor dicho, no me encuentro) en esta situación y no soy la única. ¿Soy yo o mi ropa la que me confunde? El caos de prendas, zapatos y complementos desperdigados por la casa es una escenificación de mi propia inseguridad. Al menos he logrado averiguar cómo me siento, me digo a mí misma acurrucada en un rincón. Está bien ser positiva (aunque sea en la parálisis), pero ¿cómo proseguir? ¿Me lacero con una despiadada autocrítica sobre mi –supuestamente– frívola y superficial dependencia de la ropa y los complementos? ¿O reviso mis conocimientos teóricos sobre la cuestión con el fin de rehabilitarme y salir de casa? Opto por lo segundo. Lamentándome, nunca pasaré del déshabillé al habillé y me están esperando. Quiero llegar a esa cita. “Para y piensa”, recomendaba la filósofa Hannah Arendt. De lujo. Me atrinchero en la cama a reflexionar.
Al contrario de lo que parece, del ¿qué me pongo? al ¿quién soy? no hay tanto trecho ni conceptual ni existencial. El cuerpo es el primer espacio de poder de los seres humanos y el eje principal para la construcción de nuestro sentido del yo, pero también para comunicar adhesión a las normas sociales. Mediante nuestro cuerpo e indumentaria señalamos nuestra posición social, situación en la estructura de parentesco, género, ideología, afiliación grupal, carácter e incluso estado de ánimo. No me extraña que esté trabada. Para poder hilvanar los múltiples aspectos de mi personalidad debo enfrentarme a mis paradojas internas, que son muchas. No voy a solucionarlas hoy antes de salir. Tenía razón Richard Avedon cuando afirmó que “una buena superficie dice mucho”, pero ¿no le estaré dando demasiada importancia a mi aspecto?
Considero forzar un desenlace. Cerraré los ojos, tantearé las prendas esparcidas a mi alrededor y me pondré lo primero que encuentre. Fallará seguro. Lo he probado en otras ocasiones sin éxito. Me hundo entre los cojines, miro el techo, divago y viene a rescatarme una palabra. Persona, en latín, se refería a la máscara del actor y al personaje. Me encanta la etimología. Cuando más desesperada estás, te echa un cable conceptual. Si ya lo decían los clásicos, quizá la disonancia entre faz y disfraz, ser y personaje, categorías sociales y yo sea intrínseca a nuestro ser. Me veo desenfocada porque, al negociar el “dentro” con el “fuera”, he caído en una pequeña crisis existencial. Por lo tanto, será inútil eludir esta sensación de inestabilidad y desfase entre mi atuendo y yo pues, de todos modos, mi persona siempre sobrepasará un determinado modelo o un simple espejo.
Empiezo a retorcer inconscientemente la seda de mi combinación. Las vacaciones terminaron, pasan las horas y yo no estoy yendo a ninguna parte. Me abrazo a mis rodillas. Todavía estoy morena. Si sigo cavilando, encontraré la salida. Creo que estoy cruzando un umbral invisible entre dos mundos. Ya me desprendí del aspecto ad lib que tenía a la vuelta de mi viaje: una amiga me obligó a cortar las pulseras del mercadillo que juré llevar eternamente, me deshice de los collares asilvestrados y me corté las puntas quemadas por el sol. ¡La vivencia corporal en verano es tan diferente! Incluso cuando huimos, jugando a ser exploradores de terrenos ya explorados, ajenos a nuestra realidad cotidiana, buscando ser otra persona con tiempo en las manos, nos adentramos en nuestra intimidad.
Centrémonos, me digo. Estoy de vuelta pero no necesito uniforme. No quiero vestirme de un modo que me limite, pero tampoco que me traicione, impropio de mí. No preciso encubrirme. No soy culpable. La superficie dice mucho de todas las personas, pero las mujeres tenemos un problema añadido: se nos juzga por nuestra “superficie” mucho más que a cualquier otra persona. He aquí un asunto importante. Debido a la asociación simbólica entre feminidad y corporalidad, por una parte, y masculinidad y mente, por otra, la identificación, social y personal, de las mujeres con su cuerpo es superior a la de los hombres. Las mujeres hemos interiorizado una cámara y nos autoexaminanos constantemente. Somos dos: la examinada y la examinante. Vestirnos es, especialmente para nosotras, un ineludible ejercicio de autorrepresentación y nuestra supuesta doblez, un auténtico bordado existencial.
Fátima Mernissi, investigadora y premio Príncipe de Asturias de las Letras 2003, confesó armarse de un pintalabios rojo para enfrentarse a las ruedas de prensa. Si esto le ocurre a Mernissi, que es un referente internacional, yo tampoco debería arredrarme. No puede ser un asunto tan frívolo. Además, cada vez afecta a más personas. Tras convertirse en target para el consumo, los hombres empiezan a verse borrosos ante un espejo que también les objetifica, aunque de un modo diferente. Asimismo, las niñas y los niños se están incorporando al desfile especular.
Buscamos referentes visuales y los hallamos en las ubicuas representaciones publicitarias. Sus modelos de identidad nos miran desde el fondo del espejo, proyectados por la cámara interna. Cuidado con esa mirada. Reproduce imágenes de identidades de diseño que se hacen pasar por testimonio real de un mundo de lujo, felicidad y éxito, libre de miseria, enfermedad, guerras, envejecimiento y preocupaciones al alcance de nuestra mano. La mirada que nos devuelve hoy el espejo no es la de una amiga diciendo: “No, no tienes unos kilos de más. Estás estupenda. Tus arrugas son preciosas. Te queda perfecto. Las gafas de ver te dan una expresión dulce. Divina. ¿Sabes que estás muy sexy así?”, o algo por el estilo; ni mucho menos “me gustó el artículo que escribiste sobre la autoconfianza”, “me reí con tu último cuento” o “ese gesto de compasión te honra”. Raramente nos dice algo auténticamente reafirmante.
Ese espejo de lujo y perfección miente. Son espejismos producidos por un equipo de talentos con el fin de propiciar una norma restrictiva y el consumo incesante. El divino ideal no existe ni entre las propias maniquís que supuestamente lo encarnan, como ellas mismas afirman cuando nos tomamos la molestia de escucharlas. “El mundo de la moda me ha hecho odiar mi cuerpo”, declara Cara Delevingne y tantas otras de mis entrevistadas. Kate Moss afirma: “Cuanto más visible me vuelvo, más invisible me siento”. ¡Quién lo diría! Sin moverme de la cama, estoy en insigne compañía. Concluyo: el cuerpo es un campo de batalla visual y vestirse es la resolución creativa, poética en ocasiones, de un conflicto. Grande.
Esta reflexión me ha sentado de maravilla. Definitivamente, cuando mejor me veo es cuando no me miro… ¡Eureka! Ya lo tengo. Me pondré ese traje que lleva años en el ropero y que siempre me gustó tanto. Nunca me deshice de él aunque me parecía pasado de moda. Obviamente, no lo está pues es perfecto para hoy. Ahora mismo lo nombro un clásico mío. Me hace sentir bien sin tener que prestarle atención. Cubrirá bien las costuras de mi yo, siempre en transición, en aventura vital permanente. Salto de la cama. Fuera déshabillé. Ahora sí. Bien arropada en confianza, no hay quien me pare.
Patrícia Soley-Beltran es licenciada en Historia Cultural, doctora en Sociología del género y ganadora del último Premio Anagrama de Ensayo por el libro ¡Divinas! Modelos, poder y mentiras.
elpaissemanal@elpais.com
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