Breve estudio sobre la risa
La mayoría de la gente adquiere una apariencia atroz en plena carcajada
La mayoría de la gente adquiere una apariencia atroz en plena carcajada, a medio camino entre monstruo y loco. La voz se expande y quiebra, los ojos desaparecen, los cuerpos se balancean como piñatas heridas. Una vez tuve un novio ni guapo ni feo cuyo rostro adquiría rasgos porcinos –las fosas nasales aleteando furiosamente, la cara henchida y rosa, los ojos dos canicas inexpresivas, minúsculas, clavadas en el infinito–. En mi familia tenemos un problema genético, yo creo, que se manifiesta en ronquidos y resoplos al final del ciclo de la carcajada –sonido que por su naturaleza ridícula, animal, desata otro ciclo de risa–. Y así hasta que a todos les salen lágrimas y les sobreviene una especie de vergüenza.
Son desconcertantes las personas que se ríen como cantaba Chavela Vargas, que jalaba aire entre los dientes antes de soltar sus sonoros pujidos. Son temibles las personas que castañetean. Extrañas las que clavan la cabeza hacia delante, contorsionándose, como si la alegría repentina les doliera. Preocupan quienes se ríen sin emitir ningún sonido, hacia adentro, mitad ahogándose. La risa de los otros, por otro lado, se imprime en nuestra memoria mejor que la voz, que la mirada, mejor quizá que los olores, tan difíciles de evocar. Y quizá es justo que recordemos a otros y seamos recordados en nuestra expresión más extraña, infortunada y vulnerable.
En su hora más difícil, en su poema más triste, Miguel Hernández le pide a su hijo, a quien sabe que no va a volver a ver, que se ría siempre. “Triste llevo la boca: ríete siempre”, le dice. Y escribe estas líneas sobre la risa, quizá las más hermosas que se han escrito en nuestra lengua: Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca. / Boca que vuela, / corazón que en tus labios / relampaguea.
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